Capítulo XI
Restos del naufragio (2)
(Si no leyó la entrega anterior pinche aquí. Luego le traemos de vuelta)
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En la Unidad, alentada por las propias
compañeras, conscientes de que el tema administrativo me estaba engullendo, y como último intento para tratar de mantenerme en pie, conseguí que nos pusieran un auxiliar administrativo. Así
que, en ese sentido, pero solo en ese, las cosas fueron más sencillas porque ya
conocía las rutinas y entre las dos organizamos tablas y carpetas compartidas
que nos ayudaban a gestionar muy eficaz (y cómodamente) la enorme carga de papeleo.
Pero comenzaron las malas decisiones porque escuchar
a todos tiene un montón de riesgos: pretender hacer caso a todo el mundo ante
problemas que no tenían solución sin que alguien saliese mal parado, por un lado; por el otro, líos permanentes
con la dirección que me trataba de convencer para que tomara decisiones con las que no estaba de
acuerdo.
En definitiva, dejarme manipular por unos y por otros.
Fueron, ya te digo Juan, meses tremendamente duros,
y tras un varapalo con la dirección, aquella misma que me ofertara el puesto meses atrás, comencé a barruntar la dimisión.
En julio llegó inesperadamente una nueva
directora: joven, llena de ilusión y sobradamente preparada. La conocía bastante
bien y me dio esperanzas, así que decidí aguantar un poco más (tenía redactada hacía
dos semanas mi solicitud de traslado). Pero nada, al poco tiempo continuaron los
problemas, parecía que solo mi propia necedad me impedía entender determinadas decisiones, negativas
para los trabajadores y que aportaban cero a la organización. Imposiciones, casi siempre, de
otro gestor de nuestro mismo nivel (pero "de Recursos Humanos", ah...) que, nombrado poco después de su toma de posesión por la flamante directora, había
implantado la ley marcial en el centro y no permitía que nada se escapara a su férreo control.
Ya no había la más mínima autonomía en la gestión, todo pasaba
por sus manos, todo eran peros, trabas y problemas; lo que solo unos meses antes podía hacerse sin la más mínima objeción se había convertido ahora en una tropelía auténtica que no se
podía consentir, una indisciplina que había que atajar. La falta de comunicación total y absoluta, la ausencia total de información,
la sensación de que todo se hacía "porque yo lo digo" comenzó a imponerse como "cultura" dentro de la dirección de enfermería y, claro, el personal dejó de confiar en mí como supervisora
porque nunca podía darles respuestas... ¡por la simple razón de que nunca las tenía!
Me iba a casa llorando un día sí y otro también, el personal revertía sobre mí sus iras y su frustración y la accesibilidad y empatía que siempre me caracterizaban eran ahora un arma que me disparaba en el pie, pues todo el mundo lanzaba sus dardos envenenados a mis oídos. No pocas veces me hicieron llorar, por comentarios duros, incluso ofensivos, comentarios que escuchaba resignada, consciente de su frustración, y de que si arremetía contra ellos perdería la poca confianza que quedaba y encima me buscaría incluso más problemas, así que aguanté estoicamente...
Próxima entrega: "Restos del naufragio" (3)
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