(Este
escrito estaba planificado desde hace unas semanas para su publicación como
tribuna de opinión en un medio de ámbito nacional coincidiendo con el día de la
enfermera. Pero la “sugerencia” de ciertos cambios, no de estilo sino de contenido,
que desvirtuaban la visión y opinión sostenidas, y mi negativa a aceptarlos han
supuesto el veto a su publicación. No, por cierto, del propio medio, sino del colaborador
externo que coordina las aportaciones en materia sanitaria).
Hoy se celebra el Día Internacional de la Enfermera, en conmemoración de la comúnmente aceptada, aunque fácticamente dudosa, creadora de la profesión enfermera, Florence Nightingale. Por otro lado, dentro de dos semanas se inaugurará el Congreso Mundial de Enfermería, que reunirá a miles de enfermeras −está por ver cuántas de las 15.000 anunciadas− de todo el mundo en Barcelona. Los medios no suelen prestar gran atención a la enfermería aun cuando es un tema interesante desde el punto de vista político, económico y sociológico; por eso, aprovechando esta doble coincidencia me han pedido unas breves reflexiones de interés general.
Hoy se celebra el Día Internacional de la Enfermera, en conmemoración de la comúnmente aceptada, aunque fácticamente dudosa, creadora de la profesión enfermera, Florence Nightingale. Por otro lado, dentro de dos semanas se inaugurará el Congreso Mundial de Enfermería, que reunirá a miles de enfermeras −está por ver cuántas de las 15.000 anunciadas− de todo el mundo en Barcelona. Los medios no suelen prestar gran atención a la enfermería aun cuando es un tema interesante desde el punto de vista político, económico y sociológico; por eso, aprovechando esta doble coincidencia me han pedido unas breves reflexiones de interés general.
Durante décadas las enfermeras se enfrentaron
en muchos países a una situación un tanto irritante: allí donde los médicos
eran más reacios a instalarse, por ser zonas menos rentables o más inhóspitas, las
consultas médicas eran atendidas por enfermeras adecuadamente preparadas para
ello. Ese es por ejemplo el origen de las Nurse Practitioner, enfermeras de práctica avanzada, en
EEUU.
Sin embargo, en zonas carentes de esos
problemas las organizaciones médicas se negaban, respaldadas generalmente por los
poderes públicos, a que las enfermeras en general pudieran realizar esas mismas
tareas (además de las propias, claro), a pesar de que habían demostrado que
podían hacerlo de manera eficaz, eficiente y prudente. Por eso hablo de
“irritante”: o soy competente −y puedo siempre, no solo cuando interesa− o no lo
soy –y no puedo nunca, tampoco cuando
convenga−.
Hoy en día la situación ha cambiado radicalmente;
en muchos países se acepta sin problemas que las enfermeras atiendan clínicas,
consultas o centros geriátricos sin necesidad de supervisión médica; que prescriban
y realicen pruebas diagnósticas, receten medicamentos o reemplacen en muchas de
sus tareas a especialistas médicos, como psiquiatras, oncólogos o anestesistas.
Recorrer este camino no fue fácil. En primer lugar por resistencias internas:
muchas organizaciones enfermeras denunciaban que explorar esa vía impropia de
desarrollo profesional suponía poner en riesgo los “valores” o “esencias”
enfermeros. Las resistencias, no obstante, se fueron aplacando al asumir que no
se trataba de sustituir los roles
tradicionales, sino de ampliar horizontes
para miles de enfermeras que libremente decidían orientar su práctica hacia
esos territorios más “biomédicos”. Lejos de su pretendida pureza uniformadora original,
la de enfermería es, y lo va a ser cada vez más, una profesión “mestiza”, muy
heterogénea. Y al lado de sus roles más tradicionales irán abriéndose nuevas vías
de práctica en territorios como la salud pública, la atención en la comunidad,
la gestión clínica, etc.
En segundo
lugar por la natural hostilidad y resistencia del lobby médico, pero
esto se combatió de la manera más simple,
lo que no quiere decir más fácil:
mediante la construcción de un lobby enfermero capaz de pelear cuerpo a cuerpo en
el despiadado ecosistema profesional sanitario, de influir más decisivamente sobre
los reguladores y de ganar la batalla más decisiva, la de la opinión pública:
que te acepten como proveedor confiable. Por eso, como escribió hace un par de
años el economista Uwe E. Reinhardt, «The doctors are fighting a
losing battle. The
nurses are like insurgents. They are occasionally
beaten back, but they’ll win in the long run. They have economics and common
sense on their side» (Los médicos están peleando una batalla perdida. Las
enfermeras son como insurgentes. A veces puedes golpearlas, pero en el largo
plazo ganarán. Tienen la economía y el sentido común de su parte).
¿Y con la
enfermería española, qué pasa? Buena, conveniente e interesante pregunta.
Entre 1977, año en que la formación de las
enfermeras se convirtió en universitaria, y 1987, en el que se aprobaron legalmente
las especialidades oficiales por el sistema médico de residencia, la enfermería
española vivió su verdadero decenio de oro: acceso a los cuerpos docentes
universitarios y decanatos; formación a cargo básicamente de enfermeras; direcciones
de enfermería en los hospitales; consultas propias en atención primaria; sindicato
profesional bien implantado; notables incrementos salariales...
En definitiva, se consiguieron muchas de las
principales reivindicaciones de una profesión que el ministro Ernest Lluch utilizó
como contrapoder joven, femenino y progresista frente al predominio de unas
élites médicas filofranquistas y consentidas, sumamente hostiles frente a
cualquier intento de reforma del statu quo.
Todo iba viento en popa hasta que llegó el
gran frenazo.
En los últimos 30 años, solo una de las
reivindicaciones históricas de las enfermeras, el segundo ciclo universitario,
puede considerarse satisfecha. Y además no fue un logro de las élites
enfermeras, aunque se haya querido vender así con una cierta desvergüenza, sino
la derivada lineal de la reforma del Espacio Europeo de Educación Superior (“Bolonia”).
Del resto (especialidades; prescripción
enfermera; rol directivo en gestión clínica; centralidad en la atención a la
cronicidad; competencias de práctica avanzada; carrera profesional; stock y ratios
de enfermería; capacidad de influencia política…), nada se ha culminado
satisfactoriamente para la profesión.
Por no hablar de una extraordinariaprecarización del mercado de trabajo, especialmente en el sector
público, que afecta de manera más intensa a la enfermería por el carácter
generalista de su formación.
Hay que reconocer que las enfermeras españolas han progresado mucho durante todo este tiempo,
no solo ampliando sus roles asistenciales, también en la docencia y la
investigación, con cientos de doctoras y miles de especialistas. Han asumido
liderazgos potentes en continuidad de cuidados o atención a crónicos en algunos
servicios de salud. La ciudadanía expresa en las encuestas un gran depósito de confianza.
Y en general se han ganado día a día el respeto de los médicos y otros profesionales
(excepto los que han decidido mantenerse en La Caverna). Pero en puridad se trata de un avance, y de un esfuerzo, de
las enfermeras, no de la Enfermería.
Parafraseando al Zavalita de Conversación en la Catedral: «¿En qué
momento se nos jodió la enfermería?». Mi respuesta: cuando para reguladores y gestores
se convirtió en una suerte de navaja suiza que vale lo mismo para un roto que
para un descosido. Mano de obra barata, competente, disciplinada y versátil. Porque un
rasgo peculiar y paradójico de esta profesión, al menos en España, es que algunas
de sus principales fortalezas (versatilidad, capacidad de gestión y coordinación de recursos, compromiso, resiliencia...) se acaban convirtiendo en debilidades al ser aprovechadas por los gestores y otras profesiones en beneficio propio.
¿Y por qué se permitió y se sigue permitiendo esto? Simplificando
mucho, porque las élites enfermeras de la transición –mujeres
progresistas, reivindicativas, implicadas e intelectuales: la enfermería cosmopolita–
se refugiaron en la universidad y fueron sustituidas en las instituciones
corporativas por hombres conservadores, pactistas y utilitarios –la enfermería profunda–, conformando
unas estructuras corporativas «extremadamente personalistas, gerontocráticas
y masculinizadas, muy mercantilistas y opacas, donde los intereses personales y
corporativos se entreveran y a veces son indistinguibles, ante el desdén
inconsciente, aunque no incomprensible, del grueso de la profesión, obligada a
permanecer colegiada y abonar religiosamente sus cuotas».
Ahí siguen,
después de 30 años. Unas élites extractivas y unas bases profesionales indiferentes.
Pero diríase que algo está cambiando estos últimos años, con grupos de enfermeras activistas pro reforma de la organización colegial cada vez más numerosos que han impulsado potentes campañas en redes sociales, así como numerosas denuncias judiciales contra la corrupción y las tramas; unos medios de comunicación más alerta y receptivos; y unas élites más débiles y nerviosas, que no hacen, con su torpeza
–querellas, expedientes,
intentos de toma de los colegios disidentes y amparo de los apaños de los afines, trampas legales para sortear las leyes y sentencias y falsear la voluntad de los colegiados en asambleas fraudulentas...–, sino tensar al extremo una cuerda a punto de
romperse y reforzar al enemigo.
Feliz día,
coraje y suerte.
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