Hablamos, por tanto, de cuidados de larga duración [CLD], generalmente de por vida en la población de mayor edad. A diferencia de los procedimientos médicos, hasta hace poco privativos de la profesión médica aunque progresivamente acceden a ellos otras profesiones sanitarias, los cuidados constituyen un ámbito mucho más plural: aunque desde un punto de vista disciplinar constituyen el reivindicado ámbito propio de la enfermería, es evidente que prestan cuidados todas las profesiones y ocupaciones sanitarias y desde luego los propios pacientes y sus cuidadores informales, sean familiares o personal contratado. Por ello, los CLD constituyen un ámbito compartido en el que todos los agentes implicados, profesionales o no, deberían coordinar de manera concienzudamente planificada sus actividades, algo que sólo raramente se da en nuestro sistema de salud. Pero que, forzados todos los agentes –financiadores, aseguradores, centros/dispositivos, profesionales y los propios pacientes/familias– por la tozudez de los hechos, se deberá ir asumiendo más pronto que tarde. Muchos equipos ya lo han hecho y casi todos, por no decir todos, los financiadores y aseguradores sanitarios están tomando rápidamente conciencia de la magnitud e impacto del reto. Las "estrategias de crónicos" que van aprobando poco a poco todos los servicios de salud tratan de enfrentar, de momento (casi) solo de manera retórica, el problema.
El problema es que ello tiene necesariamente implicaciones sobre el ‘orden profesional establecido’, que está abocado a un cambio radical si se parte de planteamientos racionales y no, como hasta ahora, de inercias político-burocráticas que amparan culturas e intereses gremiales. Si se me permite, no entender bien el peso de las “culturas” profesionales y reducirlo todo a un mero problema de “intereses” permitirá avanzar poco en ambas orillas.
Es esta entrada trataré de introducir algunos elementos de análisis de la situación actual y apuntar algunas direcciones en torno a las cuales deberían, a mi juicio, irse adaptando los servicios públicos de salud para afrontar el importante y peligroso reto que empiezan a suponer los CLD para la propia viabilidad de las organizaciones sanitarias si en vez de planificar proactivamente los modelos organizativos de mañana se prefiere seguir actuando -como hasta ahora- de manera puramente reactiva.
2. En los 10 años que transcurren entre 2003 y 2012 (último decenio completo para el que Eurostat dispone de datos para todos los indicadores que analizamos) el PIB per cápita español creció desde 19.041€ hasta 22.562€, es decir, un 18,5%.
El porcentaje del gasto sanitario total sobre el PIB, por su parte, creció desde el 7,89% hasta el 9,16%, es decir, un 16,1%; un crecimiento históricamente inusual, por debajo del propio PIB, explicable exclusivamente por los descensos producidos en los dos últimos años del decenio analizado (del 9,41% al citado 9,16%).
Pero, dentro de este contenedor, el porcentaje del gasto (propiamente sanitario) destinado a los CLD creció desde el 8,4% hasta el 10,8%, es decir, un 29,2%.
Aunque existen otros factores sanitarios y otros grupos de población afectados, es evidente que se plantean serios problemas financieros con la atención a un sector concreto y creciente de población: el de las personas de mayor edad que con el paso del tiempo van sufriendo la amenaza de condiciones y/o patologías crónicas, así como un deterioro en sus capacidades funcionales que las van convirtiendo en personas dependientes y en pacientes con un elevado consumo de recursos sociosanitarios. Este problema, evidentemente, no es sólo de carácter financiero, pero en esta época de profunda crisis del modelo europeo de desarrollo y bienestar la dimensión económico-financiera se sitúa en un primer plano desde cualquier perspectiva de análisis que escojamos.
Los CLD suponen una parte cada vez más importante del trabajo de los profesionales sanitarios, del gasto en medicamentos y productos sanitarios y de los procedimientos diagnósticos y terapéuticos. También de la saturación de los servicios sanitarios de proximidad, los centros de Atención Primaria [AP] desde luego, pero también las urgencias hospitalarias. Una vez que una persona precisa de CLD, y en la gente más frágil es de por vida, se introduce en un mundo fragmentado y descoordinado; visita a muchos médicos especialistas, cada uno de los cuales tiende a tratar las condiciones o patologías propias del lugar del cuerpo en que la medicina ha fragmentado a las personas, como si el resto de problemas médicos no existieran. Se producen interacciones medicamentosas incontroladas, confusiones y rechazos por parte de los pacientes a los tratamientos y visitas pautados y otros riesgos y resultados nocivos que a menudo terminan en visitas a urgencias y en crisis hospitalarias con períodos de internamiento en unidades de intensivos y/o plantas, con episodios de rehospitalización cada vez más frecuentes.
El médico de familia, en quien se pensó siempre como el profesional más indicado para coordinar la atención a los pacientes entre los diferentes dispositivos y niveles asistenciales, debido a la absurda organización asistencial y a la estanqueidad entre dispositivos y niveles, por lo general no puede (o no quiere; o no sabe; o no contesta).
3. Se ha convertido ya en un tópico señalar al incremento progresivo en la esperanza de vida de las personas –el ‘envejecimiento poblacional’– como uno de los factores esenciales que explican el crecimiento desbordado de los gastos sanitarios. Y sin embargo no es así necesariamente; un anciano sano no consume significativamente más recursos que un adulto sano. Sobre lo que sí que existe un consenso mayoritario es sobre el incremento exponencial del gasto en los últimos pocos años o meses de vida de las personas; un anciano puede llegar a realizar el 80% del gasto sanitario de toda su vida
en el par de años que anteceden a su muerte. Incluso se ha llegado a cuantificar: según el archifamoso y archicitado estudio de Seshamani y Gray, el pase a la fase final del envejecimiento puede llegar a multiplicar por diez el gasto que se venía produciendo en la fase de cronificación. Medicare, el servicio público de aseguramiento sanitario de los jubilados y pensionistas de EEUU, emplea el 25% de su presupuesto anual en el 5% de asegurados que mueren durante ese año.
Aunque las generalizaciones siempre son arriesgadas, una parte no desdeñable de este gasto está ocasionado por costosos tratamientos que, en el mejor de los casos, consiguen retrasar apenas unos meses el momento de la muerte y no necesariamente con mejor calidad de vida que la que proporcionan unos adecuados cuidados paliativos en la comunidad o residenciales. Es escandaloso, por ejemplo (aunque hay quien piensa que lo escandaloso es decir que es escandaloso), que se autoricen y financien con recursos públicos algunos tratamientos oncológicos sobre los que existe evidencia de que no curan, a lo más conceden unas pocas semanas o meses más de vida que los tratamientos admitidos como de referencia y no, generalmente, con mejor calidad de vida, pero que cuestan 10 ó 20 ó 100 veces más que estos.
Es culturalmente comprensible que los pacientes y los familiares se agarren a un clavo ardiendo, pero no lo es desde un punto de vista racional, que se les presupone, que muchos servicios de oncología médica y comités de farmacia hospitalaria aprueben ese tipo de tratamientos. Y lo que se dice del campo oncológico es aplicable también a algunas especialidades quirúrgicas. Este tipo de conductas de encarnizamiento terapéutico, tras las que en buena medida se esconden intereses sinérgicos de la industria y de la "mesocracia médica", explicaría en un porcentaje muy elevado el insoportable incremento en los gastos en farmacia hospitalaria. Según reconoce la propia patronal farmacéutica, mientras que el gasto en recetas ha bajado un 25% entre 2010 y 2013, el gasto farmacéutico hospitalario ha crecido un 5% en el momento más duro de la crisis económica.
Y eso que ya había crecido un 55% entre 2006 y 2010, como bien informó EL PAÍS en su momento (10 de noviembre de 2011). Y, previamente, un 95% entre 1999 y 2005, según constató el Grupo de Trabajo de Análisis del Gasto Sanitario del Instituto de Estudios Fiscales y la Intervención General del Estado en 2007, lo cual nos habla de tasas de crecimiento anual en torno a un 11% en los últimos 15 años.
4. Según los datos del "Informe EHLEIS" sobre España, de la EHEMU, un proyecto de la Comisión Europea y los países miembros de la UE, las personas de 65 años tienen en España una esperanza de vida de unos 21 años (22,8 las mujeres y 18,7 los hombres). Simplificando y redondeando, podemos
dividir estos años restantes de vida en tres fases: unos siete u ocho los vivirán en una etapa inicial, en buena forma, con problemas de salud puntuales. En la fase intermedia, durante los siguientes ocho o nueve años, empezarán a experimentar progresivamente problemas de salud que se cronifican, así como la aparición de discapacidades funcionales y/o sociales. Y en la fase final o terminal, en los pocos últimos años de su vida, su estado de salud objetivo y subjetivo y sus capacidades funcionales se verán tan mermadas que se convertirán en personas dependientes de su entorno personal y/o de los servicios sociales y sanitarios, normalmente con un importante deterioro de su calidad de vida.
4. Según los datos del "Informe EHLEIS" sobre España, de la EHEMU, un proyecto de la Comisión Europea y los países miembros de la UE, las personas de 65 años tienen en España una esperanza de vida de unos 21 años (22,8 las mujeres y 18,7 los hombres). Simplificando y redondeando, podemos
dividir estos años restantes de vida en tres fases: unos siete u ocho los vivirán en una etapa inicial, en buena forma, con problemas de salud puntuales. En la fase intermedia, durante los siguientes ocho o nueve años, empezarán a experimentar progresivamente problemas de salud que se cronifican, así como la aparición de discapacidades funcionales y/o sociales. Y en la fase final o terminal, en los pocos últimos años de su vida, su estado de salud objetivo y subjetivo y sus capacidades funcionales se verán tan mermadas que se convertirán en personas dependientes de su entorno personal y/o de los servicios sociales y sanitarios, normalmente con un importante deterioro de su calidad de vida.
Por lo general, la primera de estas fases o etapas se vive en familia y el consumo de recursos sociosanitarios es, si acaso, moderadamente mayor que el de 20 ó 30 años antes: básicamente medicamentos de mantenimiento y eventual atención médica ante procesos agudos. En la fase intermedia, el deterioro de la salud y de las condiciones físicas sigue siendo manejable en la comunidad (familia, pero también dispositivos residenciales) y aunque el consumo de recursos sanitarios se intensifica mucho, se produce básicamente en los servicios de proximidad (polifarmacia, atención primaria y consultas ambulatorias especializadas). Finalmente, en la tercera fase ya resulta muy difícil mantenerse como un miembro activo de la comunidad y son mucho más frecuentes los ingresos hospitalarios por urgencias y crecientemente prolongados los episodios de internamiento, muchas veces como consecuencia de complicaciones de los tratamientos médico-quirúrgicos; el consumo sanitario, por tanto, no sólo es mucho más intensivo, sino que se traslada hacia los servicios terciarios, mucho más caros.
Siempre según la OCDE y siempre referido a las personas mayores de 65 años: España
ocupa el tercer lugar, entre los 33 países miembros, en cuanto a esperanza de vida, pero desciende al puesto 13 cuando nos referimos a expectativa de años de vida saludables. Ocupamos un modesto puesto 21 atendiendo a quienes consideran su estado de salud como bueno. Sin embargo, a pesar de esta posición discreta en cuanto a la salud objetiva y subjetiva, sólo ocupamos el puesto 20, de 22, en porcentaje de mayores recibiendo CLD y el 18 por lo que respecta al porcentaje de CLD dispensados en establecimientos residenciales. Y, finalmente, somos uno de los últimos (25º) en camas en funcionamiento (residenciales y hospitalarias) para CLD.
Siempre según la OCDE y siempre referido a las personas mayores de 65 años: España
ocupa el tercer lugar, entre los 33 países miembros, en cuanto a esperanza de vida, pero desciende al puesto 13 cuando nos referimos a expectativa de años de vida saludables. Ocupamos un modesto puesto 21 atendiendo a quienes consideran su estado de salud como bueno. Sin embargo, a pesar de esta posición discreta en cuanto a la salud objetiva y subjetiva, sólo ocupamos el puesto 20, de 22, en porcentaje de mayores recibiendo CLD y el 18 por lo que respecta al porcentaje de CLD dispensados en establecimientos residenciales. Y, finalmente, somos uno de los últimos (25º) en camas en funcionamiento (residenciales y hospitalarias) para CLD.
De manera complementaria, somos el segundo país (de 16) en porcentaje de personas que se declaran cuidadores informales de personas dependientes y también el segundo atendiendo al número de horas semanales que dedican estos cuidadores (cuidadoras, más bien) informales a los cuidados. Y ocupamos un más que modesto puesto decimocuarto (de 25) en relación a los recursos humanos disponibles para la población atendida en CLD. Todos estos datos pintan un panorama elocuente: los CLD en España descansan básicamente en las familias, lo cual explica el raquítico desarrollo de nuestro sector residencial, tanto público como privado. Nuestro país optó en su momento, especialmente desde 2006 en que se aprueba la Ley de Dependencia, por un modelo de CLD basado en la familia, a diferencia de la mayoría de los países de nuestro entorno, que lo hicieron por un modelo con más peso del cuidado institucional o residencial (los países nórdicos como paradigma, pero también nuestro vecino Portugal sin ir más lejos). De las personas mayores de 65 años que reciben CLD (1,5% del total), el 80% los recibe en la comunidad y solo el 20% lo hace en entornos institucionalizados. Sin embargo, este 20% se lleva el 63% del gasto asociado a los cuidados sanitarios de larga duración.
Suele hablarse mucho del excesivo consumo sanitario de los españoles, en particular de la
descendiendo notablemente (de 9,5 en 2003 a 7,7 en 2012), seguimos ocupando el séptimo (de 25) puesto de la OCDE Sin duda existirán otros factores, como la burocracia, una mala organización o la infrautilización de otros recursos como el personal de enfermería, pero basta con echar una ojeada a las estadísticas de gasto en CLD sobre el PIB para apreciar, sin necesitar siquiera una modesta calculadora, que existe una relación muy directa entre ambos indicadores: los países con menor gasto en CLD están, tendencialmente, entre los mayores consumidores de consultas médicas.
denostado por caprichoso y merecedor de un penalizaciones económicas para poder ponerle freno, se relaciona de manera directa con nuestra opción por el modelo familiar de CLD, frente al modelo residencial preponderante en buena parte de los países desarrollados. Cada modelo tiene sus ventajas, pero existen hechos objetivos que repercuten directamente en el consumo de recursos sanitarios: los cuidadores informales carecen en general de formación (y están demasiado implicados emocionalmente) como para detectar problemas de salud emergentes que sí son mucho más susceptibles de ser detectados y tratados a tiempo por el personal sanitario o parasanitario formado, evitando en buena medida el recurso a las urgencias hospitalarias cuando ya es demasiado tarde para una intervención de la AP. De forma complementaria, muchos dispositivos residenciales disponen de profesionales sanitarios que pasan la consulta médica ordinaria en los propios establecimientos, lo cual sirve como dispositivo de detección precoz de complicaciones de salud y, por tanto, como aliviadero a los sobrecargados servicios de atención primaria.
5. Recapitulando antes de seguir (en la segunda entrega de la entrada), tenemos, por un lado, una población crecientemente envejecida que durante una parte del final de su vida, la que hemos caracterizado como fase intermedia o de cronificación, puede ser atendida en la comunidad con apoyo de los servicios sociosanitarios, pero que en la fase final descansa de manera intensiva en los recursos especializados. Sabemos también que el paso de la fase de cronificación a la fase final dispara considerablemente el consumo de recursos sanitarios y además los redirecciona de los servicios de proximidad a los servicios terciarios, muchísimo más caros. Tenemos también la opción de nuestro país por un modelo de CLD en la comunidad, donde los recursos residenciales son bastante poco asequibles y que ello conlleva dos problemas: su importante contribución a una saturación de los servicios asistenciales de proximidad y una excesiva derivación a las urgencias hospitalarias que con frecuencia conlleva una espiral hospitalización-rehospitalización, todo lo cual tiene unas evidentes repercusiones económicas, especialmente porque sabemos que el gasto en CLD crece a una tasa varias veces mayor que el gasto sanitario.
En definitiva, dejados a su propia inercia los CLD van a contribuir de manera creciente a hacer que revienten las costuras financieras del Sistema Nacional de Salud y además se trata de costes cuya disminución a través de medidas administrativas directas, como recortes presupuestarios o pagos directos, es mucho más difícil porque tendrían un impacto en la opinión pública políticamente inasumible por afectar a uno de los sectores de la población más vulnerables (y visibles) y al que más se ha castigado en plena crisis (dependencia). No existen, pues, soluciones a medio plazo que no impliquen un cambio importante en los modelos de organización del trabajo y de relación con los ciudadanos y pacientes; de alguna manera, todo un cambio de paradigma asistencial con respecto a los CLD.
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