Hemos transitado, casi sin darnos cuenta, desde los grandes
«intelectuales» o gurús a los expertos, de estos a los comunicadores y
tertulianos, y de estos a los followers e influencers. Y si toda opinión vale lo
mismo, si toda interpretación vale lo mismo, no hay verdad. Y, si no hay
verdad, la Razón decae y deja el lugar a las emociones y los sentimientos. Y
las pasiones, por supuesto.
(Emilio Lamo de Espinosa, A propósito
de la posverdad)
I
Dicho con todo el respeto y consideración que me merecen
ustedes, la organización médica colegial y la profesión a la que representan, y
siempre con un ánimo constructivo, dejaré algo claro desde el inicio: creo que la
«Declaración
de la Asamblea General del Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos
(CGCOM) sobre la sustitución de médicos por otros profesionales sanitarios»,
aprobada el pasado 7 de septiembre, refleja una preocupante falta de sintonía con
la realidad actual de los sistemas sanitarios y con la evolución de las
profesiones sanitarias en cada rincón del planeta, incluido nuestro querido Sistema
Nacional de Salud.
Si no he entendido mal, la Declaración se justifica por «las informaciones publicadas sobre las medidas propuestas por algunas
comunidades autónomas para intentar paliar la falta de médicos sustituyéndoles
por personal de enfermería» y su leit motiv es denunciar que «la
falta de médicos con la titulación requerida no puede ser justificación para su
sustitución por otros profesionales sanitarios ni tan siquiera con carácter de
excepcionalidad ni de manera transitoria, pues, de llevarse a cabo, sería
ilegal, generaría inequidad social y pondría en riesgo la seguridad de los
pacientes.»
Dejando a un lado la –inevitable, necesaria– retórica que
acompaña siempre a este tipo de declaraciones institucionales, vengan del
ámbito profesional que vengan (afirmar que solo dando cumplimiento a los
intereses o reivindicaciones profesionales que se ponen sobre la mesa se podrían
garantizar los derechos de los pacientes, la seguridad y calidad asistencial,
etc.), es evidente que el documento habla de un problema real: la falta de
profesionales sanitarios en determinados ámbitos asistenciales y/o geográficos
del SNS para poder cubrir, cuantitativa y cualitativamente, todas las demandas
asistenciales y las actividades programadas.
No solo de médicos; sin ir más lejos, encontrar hoy en día enfermeras –lo de «personal
de enfermería» ya huele a naftalina– para cubrir las necesidades de los centros sociosanitarios residenciales en la mayoría de CC.AA. empieza a ser una tarea imposible. Estos problemas se palian provisionalmente –no se solucionan, claro–
mediante una mayor plasticidad en la atribución de funciones genéricas
asignadas a otros colectivos. Lo que no se hace es dejar de atender como mejor se
pueda a los usuarios, que, al menos en una primera aproximación, parece ser lo que reclama su Declaración. ¿Que se resiente la calidad de los cuidados? Probablemente
sí, en ocasiones ¿Que se dejan de atender necesidades de cuidados más complejas
en beneficio de las más básicas, inaplazables? Sin duda ¿Que es una solución
deseable? No, pero sí inevitable y ojalá transitoria, aunque estos problemas no
se solucionan de un día para otro. Pero no se deja a nadie, dentro de lo posible, sin unos estándares mínimos de atención. O, si lo prefieren, sin una atención que cumpla unos estándares mínimos.
¿Qué es lo que sucede cuando el recurso que falta es un
médico? Pues depende; simplificando mucho, no es lo mismo un médico de familia o
un geriatra que un anestesista o un cirujano; y hasta donde yo sé, a ningún
servicio de salud se le ha ocurrido paliar la falta de anestesistas o de cirujanos mediante «personal de enfermería». Pero sí es innegable,
salvo que nos ciegue un corporativismo mal entendido, que en lo referente a muchas
especialidades médicas, al igual que en el ámbito de la atención primaria y
comunitaria, las fronteras competenciales con otras profesiones igualmente «tituladas,
reguladas, colegiadas y con reserva de actividad» con las que se comparten tareas
son más booleanas que trumpianas: existen zonas competenciales y
funcionales comunes, compartidas, donde a partir de un profesionalismo bien
entendido y de un ánimo cooperativo cubre cada necesidad el recurso humano que
resulte más conveniente en cada situación o condición (o centro, también influyen los
hábitos). Sin que la maquinaria chirríe en demasía.
Y estoy seguro de que esas
comunidades autónomas indeterminadas no piensan en hacer que ocupen enfermeros las
plazas vacantes de médicos, sino en reforzar las plantillas de enfermeras para
hacer frente a aquellas demandas asistenciales compartidas o de base, siempre
en función del criterio profesional de derivación de los responsables y los
otros médicos de los dispositivos de AP afectados por estas carencias de
recursos humanos. Siempre dentro de la ley.
II
Ustedes conocen perfectamente, porque lo viven de primera mano, el
problema que existe con la carencia de pediatras en muchos equipos de AP. Sea
por lo que sea, a muchos pediatras no les gusta la AP como destino
profesional al acabar la residencia; o por no ser tan tajante, simplemente prefieren el hospital. La
consecuencia es que cuando falta pediatra en el EAP son los médicos de familia
quienes asumen los cupos de la población entre 0 y 14 años, la inmensa mayoría
de cuyas visitas al centro de salud son para revisiones rutinarias, pautadas y
muy bien protocolizadas. Según el SIAP,
este grupo etario supone el 15% de un cupo médico medio (promedio nacional).
Hasta donde sabemos, esta carencia de pediatras de AP y la
consecuente asignación de sus cupos a los médicos de familia, problema que aqueja
a todo el territorio nacional, no se ha traducido en una pandemia de morbimortalidad
infantil ni en una crisis de salud pública: las niñas y niños están
perfectamente atendidos, como no podía ser de otra manera, ya que están en
buenas manos.
De ahí que sea lícito preguntarse –y no tan lícito enfadarse
porque lo pregunte en voz alta– si no estaremos equivocados al formar parte de ese selecto grupo del 21% de países de nuestro entorno que han apostado por incluir pediatras en los EAP para prestar la atención médica a la población infantil; y si no sería más sensato echar mano de enfermeros especialistas o de
práctica avanzada para asumir estos cupos (en lo que se refiere, en este contexto
argumental, al seguimiento protocolizado del niño y adolescente sanos) en vez de sobrecargar a los
médicos de familia, ya bastante agobiados en estos momentos. Porque si el valor que añade la existencia de un pediatra
es relevante, entonces estaremos discriminando a la población en función de su
código postal y de la inclinación personal de cada pediatra formado por el SNS;
lo cual, creo que estarán de acuerdo conmigo, sería un desatino.
Bien. Esta mala química con la AP no es algo exclusivo de los pediatras; todos somos conscientes de que no llega a un centenar el número de residentes que optan por MFyC entre los primeros 2.000 que escogen especialidad. Pretender que este rechazo masivo y profundo puede ser reconducido mediante una aplicación masiva de incentivos (rebaja de cupos –ya se hizo en 2013–, con el consiguiente incremento de las plantillas médicas; desburocratización de las consultas; aumento del personal de apoyo técnico-administrativo; mejoras retributivas significativas; campañas internas y externas de imagen; inclusión de la especialidad en las directrices del grado y en todos los planes de estudio de las facultades; cátedras de medicina de familia...) es negarse a entender que existen unas profundas barreras de índole cultural, fruto de todo un proceso de socialización, que son imposibles de derribar en unas pocas cohortes de egresados. Requeriría, además de una visión estratégica, una voluntad política férrea y un sólido un liderazgo profesional, al menos una generación.
Empeñarse en que la atención primaria y comunitaria es, en la práctica, un sistema completo, homogéneo y cerrado –una suerte de subsistema sanitario sin mucho que ver con el resto– que debe seguir girando en torno al «liderazgo clínico» del médico es no entender hasta qué punto están cambiando las cosas y no asumir que estamos ya inmersos en un cambio de paradigma. Profundizar en este modelo tradicional de AP para solucionar los graves problemas que ya existen y enfrentar los retos de futuro que están llegando exigiría un número inasumible de médicos (motivados), en un país cuya dotación médica en relación a su población no está precisamente entre las más bajas de los países de la OCDE, pero cuyo desencuentro emocional con respecto a la AP es muy profundo.
III
Estos dilemas existenciales no son exclusivos de nuestro país; otros muchos conocen (y créanme, con mucha más crudeza) los efectos nocivos que produce la carestía de médicos de atención primaria, enfermeras y otros profesionales. A diferencia de aquí, las soluciones que se proponen suelen estar encuadradas en marcos o modelos conceptuales y tienen más que ver con el pensamiento racional y las evidencias científicas, que con las presiones de los lobbies profesionales y las costumbres. Son, muchos de ellos, sistemas adaptativos que no han buscado la solución a los problemas en las formulaciones políticamente más sencillas y cortoplacistas, sino en planteamientos de fondo que tienen que ver con un cuestionamiento de los diseños y mapas competenciales tradicionales. Y que han puesto por delante de verdad y no solo retóricamente las necesidades asistenciales y a los pacientes y usuarios.
Avanzan, en general, hacia sistemas sociales-sanitarios integrados, menos jerarquizados y más en red. Sus regulaciones profesionales suelen ser de suelo, invitando a innovar a partir de unos mínimos legales, que de techo, como por aquí, limitando las capacidades creativas de los profesionales en aras de uniformidades y jerarquías formales e informales.
En EE.UU., en la década de los setenta, tenían un grave
problema, muy similar al nuestro con los pediatras que acabo de referir: los
médicos generalistas rehusaban establecer sus consultas en amplias zonas del país,
especialmente en el Medio Oeste y la costa central del Pacífico, muy
despobladas y con bajo nivel de renta, ya que eso se traducía en unos ingresos
muy por debajo de la media de la profesión en las zonas más habitadas y ricas.
La consecuencia era que había zonas del país en las que era necesario desplazarse
100 o 200 kilómetros para poder ser atendido en una consulta médica; y donde no
era posible encontrar atención médica ante una urgencia vital.
La solución se llamó nurse practitioner, enfermeras
experimentadas y con formación de posgrado adecuada para atender las
necesidades médicas –sí, médicas– y de atención sanitaria de poblaciones o
áreas enteras. Igual que en las zonas más septentrionales de los países
nórdicos o Canadá, en las zonas mayoritariamente indígenas de Nueva Zelanda o
en las zonas desérticas de Australia. Etcétera. No pasó nada malo y sí mucho bueno que se proyecta hasta nuestros días como algo ya asimilado como un extraordinario avance por todos los actores: reguladores, financiadores, aseguradores, directivos, profesionales y usuarios.
Y volviendo a nuestro ejemplo de los anestesistas, la falta de profesionales de la anestesia médicos en algunos ámbitos, como las fuerzas armadas, se solucionó
creando la categoría de Nurse Anestethist, primero con un rol competencial
subordinado –pero no como categoría subalterna–, luego como figura
intercambiable con la del médico anestesista y, finalmente, pudiendo acceder a
los puestos de anestesista-jefe.
Otro ejemplo: la insuficiencia
de médicos de AP (GPs) en Inglaterra está llevando a los farmacéuticos comunitarios (los que atienden las oficinas de farmacia) a asumir tareas y funciones médicas.
Mientras en España la farmacia comunitaria parece querer rivalizar con las
enfermeras, proponiendo asumir parte de sus tareas, en Inglaterra (y últimamente
también en Gales; y antes, en los Países Bajos) lo hace directamente con los médicos; cuando están
certificados como prescriptores (o simplemente como non-dispensing, farmacéutico
clínico u otras modalidades) no solo pueden prescribir, sino que pueden supervisar
y modificar las recetas de los GP. Aparte de las quejas –por lo bajinis–
del Royal College of General Practitioners o alguna sociedad científica, no ha
pasado nada. Incluso ahora que se va a permitir a los farmacéuticos comunitarios que dispensen estatinas en dosis altas (previo diagnóstico autónomo) y pasen consulta médica
ante determinadas condiciones o problemas de salud (un mayor nivel de exposición
y análisis de esta tensión dialéctica entre médicos y farmacéuticos –y
enfermeras– lo pueden encontrar en mi libro Atención
Farmacéutica en España. Agentes, estrategias y políticas.)
IV
Hasta aquí hemos hablado de hacer de la necesidad virtud,
algo que parece negarse a proponer la asamblea de presidentes cuando dice que
la falta de médicos no puede justificar, ni siquiera de manera excepcional, su
sustitución por otros profesionales sanitarios y que, además de ser ilegal,
pondría en riesgo la seguridad de los pacientes.
Lo que más me alarma hoy: ¿en qué evidencias o pruebas se sustenta esta
afirmación de que la asunción de funciones y tareas médicas por otros
profesionales sanitarios pone en riesgo la seguridad de los pacientes? No me
refiero a sustituciones hipotéticas o, más bien, quiméricas, puesto que los
reguladores y las organizaciones sanitarias suelen ser bastante alérgicos a experimentos
peligrosos; hablo de experiencias reales y evaluadas en materia de sustitución
de tareas en AP, prescripción farmacéutica, triaje, diagnóstico primario y
derivación en urgencias hospitalarias y de AP, asistencia en walk-in clinics, farmacias y otros dispositivos de atención ambulatoria directa para problemas médicos
menores, seguimiento integral de pacientes pluricrónicos y frágiles en la
comunidad y en dispositivos residenciales, seguimiento y atención integral de colectivos con condiciones crónicas y en situaciones de riesgo, realización de pruebas diagnósticas
como colonoscopias o electromiografías, procedimientos como anestesias epidurales o implantación de dispositivos intrauterinos, terapias médicas convencionales como litotricias o
plasmaféresis, además de las propias del ámbito de la salud mental, derivaciones y peticiones autónomas de pruebas y un largo, largo etcétera.
Es cierto que existe una amplia variabilidad y que es
difícil realizar comparaciones concluyentes, pero no existe ningún indicio
significativo de que estos programas pongan en riesgo la seguridad de los
pacientes, ni la calidad asistencial, ni la valoración social de los mismos y
de los agentes profesionales protagonistas (curiosamente, aunque se suelen
rechazar desde ambas orillas con la etiqueta de economicistas, donde existe más controversia y dudas es precisamente en su capacidad real para
reducir costes.)
Pero, yendo más allá de estas respuestas reactivas ante los
problemas del día a día, como la falta de profesionales, también existen
argumentos para poner en cuestión las rígidas fronteras competenciales existentes. El
ecosistema profesional sanitario está evolucionando con visión estratégica ante
los problemas y retos sanitarios de mañana, muy especialmente los derivados de
la transición demográfica en los países más desarrollados.
Ya no son nuestros padres y madres: somos nosotros, las decenas
de millones de baby-boomers europeos, quienes nos vamos incorporando a
ese segmento de población medicalizada que padece enfermedades y condiciones
que no entran dentro de los fundamentos del paradigma biomédico: nuestras
dolencias y condiciones principales no pueden ser curadas, solo cuidadas, atendidas o seguidas, con especial atención a las
complicaciones derivadas de ellas, especialmente cuando se realiza un seguimiento
a demanda, no proactivo. Y eso requiere un cambio de paradigma que,
necesariamente, conllevará un desplazamiento del centro de gravedad profesional
en los sistemas de salud. Como decía hace unos pocos años la
revista The Economist, los pacientes crónicos no son ni lo que más
les gusta ni lo que mejor se les da a los doctores. Habrá, pues, que ajustar lo
ajustable para que mientras unos puedan ejercer hasta el límite de sus
capacidades, otros puedan dedicarse a lo que realmente justifica un montón de
años de currículo formativo: son desarrollos absolutamente complementarios que
hace falta estar muy enceguecido para no verlos y alentarlos.
Empeñarse en defender como propia y exclusiva, como si a uno le fuera la vida en ello, hasta la más mínima competencia de toda la vida, sin entrar a analizar qué resulta lo más conveniente a día de hoy, supone una cortedad de miras alarmante; y empeñarse en seguir demandando de manera continua y permanente a políticos, ciudadanos y resto de los profesionales sanitarios un reconocimiento explícito e inequívoco de jerarquías, liderazgos y centralidades absolutas debe de resultar agotador: no creo que la satisfacción emocional que los más nostálgicos aún pudieran sentir compense este enorme esfuerzo y desgaste. Por no hablar de lo mucho que distrae...
Empeñarse en defender como propia y exclusiva, como si a uno le fuera la vida en ello, hasta la más mínima competencia de toda la vida, sin entrar a analizar qué resulta lo más conveniente a día de hoy, supone una cortedad de miras alarmante; y empeñarse en seguir demandando de manera continua y permanente a políticos, ciudadanos y resto de los profesionales sanitarios un reconocimiento explícito e inequívoco de jerarquías, liderazgos y centralidades absolutas debe de resultar agotador: no creo que la satisfacción emocional que los más nostálgicos aún pudieran sentir compense este enorme esfuerzo y desgaste. Por no hablar de lo mucho que distrae...
En fin, pretender cerca ya de cubrirse el primer cuarto del siglo
XXI que los cambios necesarios pueden realizarse sin modificar ni un ápice el
dogma de lo que en la declaración se denomina «liderazgo clínico del médico» es
ingenuo. Si asumir y explicar este liderazgo significa pretender que a día de
hoy los médicos sean «los únicos responsables de la prevención, diagnóstico
clínico, tratamiento, terapéutica y rehabilitación de los pacientes para la
coordinación de la atención multidisciplinar», afirmando que «en todos
los países europeos, los médicos son el eje central de la asistencia sanitaria»,
esto indica que las corporaciones profesionales médicas padecen un fuerte
cuadro de ensimismamiento y que solo se reúnen con sus colegas de la Vieja Europa,
reforzando mutuamente esta visión trasnochada, melancólica, de la Medicina: único
actor sobre el escenario, declamando Hamlet (ser o no ser, ya saben), mientras en el backstage pululan
un montón de oficios subordinados que sirven de apoyo: tramoyistas,
carpinteros, técnicos de luces y sonido, figurinistas… Hoy en día, en los principales
escenarios del mundo se han diluido las barreras entre autores, protagonistas,
creadores y backstage: la función es el resultado de un todo
coordinado en red con una dirección multicéntrica. Si acaso, en este tiempo de series
televisivas, quien lleva la batuta no es ni el director ni los protagonistas:
son los guionistas (¿los reguladores?).
Como todo liderazgo, el clínico
depende de los contextos y no está asignado por ley divina, inamovible. Por
ejemplo, quedan pocas dudas sobre el liderazgo (clínico) de la enfermera en un
asunto tan crítico para la sostenibilidad del SNS como la atención domiciliaria
a los pacientes crónicos en situación de fragilidad; así lo reconoce por
ejemplo la Declaración
de Mérida de las sociedades españolas de
Medicina Interna y de Familia y Comunitaria.
V
Acabo: he dicho y escrito muchas veces que las competencias
profesionales no “pertenecen” a nadie: sería presuponer que las profesiones se
sitúan –siguen situándose, hubo un tiempo que sí– por encima de la
sociedad y los reguladores públicos.
Las competencias son asignadas, dentro de la legislación en vigor en en cada momento, al agente profesional que se entiende más indicado
para ejercer de arrendatario (ya que no de propietario). Pero en
sociedades burocratizadas y corporatistas como la nuestra, la elección
del arrendatario no siempre se realiza a partir de criterios objetivos
sino de equilibrios de poder y, de manera muy importante, por las costumbres
(el o tempora, o mores de Cicerón: a estos tiempos, estas costumbres).
Pero, ¿qué pasa si cambian los tiempos pero las costumbres se resisten a
cambiar; o mejor dicho, pero algunos se resisten a que cambien y se adapten a
los nuevos tiempos? Que deben ser las leyes democráticas las que establezcan
las nuevas directrices que con el tiempo se convertirán en viejas costumbres.
Sucede que en España las leyes que necesitan consenso para
su aprobación –por ejemplo, la de ordenación de las profesiones sanitarias– solo
pueden conseguir dicho consenso si son muy eclécticas para que todo sea
interpretable en sentido más laxo o restrictivo, según convenga a quien deba
aplicarlas o interpretarlas en cada momento. Y los agentes se aferran, en función exclusivamente
de sus intereses, al literal que más convenga, al término empleado que no
aparece al hablar de las competencias del resto de los agentes (diagnóstico) o
a la directiva europea cuyo desarrollo promete desbordar los estrechos cauces
competenciales locales porque sí recoge esa-palabra-que-usted-me-niega. Con perdón por la
crudeza, no van de estas chiquilladas, o no deberían de ir, los debates que
necesita urgentemente nuestro sistema sanitario en materia de capital humano.
Una última reflexión, en este caso sobre los colegios
profesionales como actores sociales. Creo que es verdaderamente preocupante la
falta de cultura de think-tank que existe en el mundo corporativo
español. En general, y perdonen de nuevo por la crudeza, creo que la cultura
predominante en estos entornos colegiales no es la de buscar respuestas para
las preguntas más importantes, sino la de buscar preguntas para las respuestas
que más interesa que circulen.
Escribía
hace poco el sociólogo Emilio Lamo de Espinosa que es necesario contraponer
el pensamiento de think-tank, escuchando a la sociedad y en diálogo con
ella, al de lobby, cuyas únicas referencias son internas y no hacen sino
reforzar su pensamiento único, generando sus propias posverdades
(algunas de las cuales asoman la patita en la Declaración que sirve de
excusa para estas reflexiones).
Concluía Lamo que los centros de pensamiento
al servicio del bien común y de la inteligencia creativa deberían ser, no ya
interdisciplinarios, sino antidisciplinarios, porque las verdades son
simplemente eso: verdades. Y si no son verdades pero se venden como tales no son hechos alternativos –como pretendía la administración Trump– sino posverdades. Y no dependen, o deberían depender, del color del
cristal con que se miren. Por eso, a la cita con que abría este texto me remito.