lunes, 23 de septiembre de 2019

Al hilo de la Declaración de la OMC «sobre sustitución de médicos por otros profesionales sanitarios»


Hemos transitado, casi sin darnos cuenta, desde los grandes «intelectuales» o gurús a los expertos, de estos a los comunicadores y tertulianos, y de estos a los followers e influencers. Y si toda opinión vale lo mismo, si toda interpretación vale lo mismo, no hay verdad. Y, si no hay verdad, la Razón decae y deja el lugar a las emociones y los sentimientos. Y las pasiones, por supuesto.
(Emilio Lamo de Espinosa, A propósito de la posverdad)

I

Dicho con todo el respeto y consideración que me merecen ustedes, la organización médica colegial y la profesión a la que representan, y siempre con un ánimo constructivo, dejaré algo claro desde el inicio: creo que la «Declaración de la Asamblea General del Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos (CGCOM) sobre la sustitución de médicos por otros profesionales sanitarios», aprobada el pasado 7 de septiembre, refleja una preocupante falta de sintonía con la realidad actual de los sistemas sanitarios y con la evolución de las profesiones sanitarias en cada rincón del planeta, incluido nuestro querido Sistema Nacional de Salud.

Si no he entendido mal, la Declaración se justifica por «las informaciones publicadas sobre las medidas propuestas por algunas comunidades autónomas para intentar paliar la falta de médicos sustituyéndoles por personal de enfermería» y su leit motiv es denunciar que «la falta de médicos con la titulación requerida no puede ser justificación para su sustitución por otros profesionales sanitarios ni tan siquiera con carácter de excepcionalidad ni de manera transitoria, pues, de llevarse a cabo, sería ilegal, generaría inequidad social y pondría en riesgo la seguridad de los pacientes

Dejando a un lado la –inevitable, necesaria– retórica que acompaña siempre a este tipo de declaraciones institucionales, vengan del ámbito profesional que vengan (afirmar que solo dando cumplimiento a los intereses o reivindicaciones profesionales que se ponen sobre la mesa se podrían garantizar los derechos de los pacientes, la seguridad y calidad asistencial, etc.), es evidente que el documento habla de un problema real: la falta de profesionales sanitarios en determinados ámbitos asistenciales y/o geográficos del SNS para poder cubrir, cuantitativa y cualitativamente, todas las demandas asistenciales y las actividades programadas.

No solo de médicos; sin ir más lejos, encontrar hoy en día enfermeras –lo de «personal de enfermería» ya huele a naftalina– para cubrir las necesidades de los centros sociosanitarios residenciales en la mayoría de CC.AA. empieza a ser una tarea imposible. Estos problemas se palian provisionalmente –no se solucionan, claro– mediante una mayor plasticidad en la atribución de funciones genéricas asignadas a otros colectivos. Lo que no se hace es dejar de atender como mejor se pueda a los usuarios, que, al menos en una primera aproximación, parece ser lo que reclama su Declaración. ¿Que se resiente la calidad de los cuidados? Probablemente sí, en ocasiones ¿Que se dejan de atender necesidades de cuidados más complejas en beneficio de las más básicas, inaplazables? Sin duda ¿Que es una solución deseable? No, pero sí inevitable y ojalá transitoria, aunque estos problemas no se solucionan de un día para otro. Pero no se deja a nadie, dentro de lo posible, sin unos estándares mínimos de atención. O, si lo prefieren, sin una atención que cumpla unos estándares mínimos.

¿Qué es lo que sucede cuando el recurso que falta es un médico? Pues depende; simplificando mucho, no es lo mismo un médico de familia o un geriatra que un anestesista o un cirujano; y hasta donde yo sé, a ningún servicio de salud se le ha ocurrido paliar la falta de anestesistas o de cirujanos mediante «personal de enfermería». Pero sí es innegable, salvo que nos ciegue un corporativismo mal entendido, que en lo referente a muchas especialidades médicas, al igual que en el ámbito de la atención primaria y comunitaria, las fronteras competenciales con otras profesiones igualmente «tituladas, reguladas, colegiadas y con reserva de actividad» con las que se comparten tareas son más booleanas que trumpianas: existen zonas competenciales y funcionales comunes, compartidas, donde a partir de un profesionalismo bien entendido y de un ánimo cooperativo cubre cada necesidad el recurso humano que resulte más conveniente en cada situación o condición (o centro, también influyen los hábitos). Sin que la maquinaria chirríe en demasía.

Y estoy seguro de que esas comunidades autónomas indeterminadas no piensan en hacer que ocupen enfermeros las plazas vacantes de médicos, sino en reforzar las plantillas de enfermeras para hacer frente a aquellas demandas asistenciales compartidas o de base, siempre en función del criterio profesional de derivación de los responsables y los otros médicos de los dispositivos de AP afectados por estas carencias de recursos humanos. Siempre dentro de la ley.

II


Ustedes conocen perfectamente, porque lo viven de primera mano, el problema que existe con la carencia de pediatras en muchos equipos de AP. Sea por lo que sea, a muchos pediatras no les gusta la AP como destino profesional al acabar la residencia; o por no ser tan tajante, simplemente prefieren el hospital. La consecuencia es que cuando falta pediatra en el EAP son los médicos de familia quienes asumen los cupos de la población entre 0 y 14 años, la inmensa mayoría de cuyas visitas al centro de salud son para revisiones rutinarias, pautadas y muy bien protocolizadas. Según el SIAP, este grupo etario supone el 15% de un cupo médico medio (promedio nacional).

Hasta donde sabemos, esta carencia de pediatras de AP y la consecuente asignación de sus cupos a los médicos de familia, problema que aqueja a todo el territorio nacional, no se ha traducido en una pandemia de morbimortalidad infantil ni en una crisis de salud pública: las niñas y niños están perfectamente atendidos, como no podía ser de otra manera, ya que están en buenas manos.

De ahí que sea lícito preguntarse –y no tan lícito enfadarse porque lo pregunte en voz alta– si no estaremos equivocados al formar parte de ese selecto grupo del 21% de países de nuestro entorno que han apostado por incluir pediatras en los EAP para prestar la atención médica a la población infantil; y si no sería más sensato echar mano de enfermeros especialistas o de práctica avanzada para asumir estos cupos (en lo que se refiere, en este contexto argumental, al seguimiento protocolizado del niño y adolescente sanos) en vez de sobrecargar a los médicos de familia, ya bastante agobiados en estos momentos. Porque si el valor que añade la existencia de un pediatra es relevante, entonces estaremos discriminando a la población en función de su código postal y de la inclinación personal de cada pediatra formado por el SNS; lo cual, creo que estarán de acuerdo conmigo, sería un desatino.

Bien. Esta mala química con la AP no es algo exclusivo de los pediatras; todos somos conscientes de que no llega a un centenar el número de residentes que optan por MFyC entre los primeros 2.000 que escogen especialidad. Pretender que este rechazo masivo y profundo puede ser reconducido mediante una aplicación masiva de incentivos (rebaja de cupos –ya se hizo en 2013–, con el consiguiente incremento de las plantillas médicas; desburocratización de las consultas; aumento del personal de apoyo técnico-administrativo; mejoras retributivas significativas; campañas internas y externas de imagen; inclusión de la especialidad en las directrices del grado y en todos los planes de estudio de las facultades; cátedras de medicina de familia...) es negarse a entender que existen unas profundas barreras de índole cultural, fruto de todo un proceso de socialización, que son imposibles de derribar en unas pocas cohortes de egresados. Requeriría, además de una visión estratégica, una voluntad política férrea y un sólido un liderazgo profesional, al menos una generación.

Empeñarse en que la atención primaria y comunitaria es, en la práctica, un sistema completo, homogéneo y cerrado –una suerte de subsistema sanitario sin mucho que ver con el resto– que debe seguir girando en torno al «liderazgo clínico» del médico es no entender hasta qué punto están cambiando las cosas y no asumir que estamos ya inmersos en un cambio de paradigma. Profundizar en este modelo tradicional de AP para solucionar los graves problemas que ya existen y enfrentar los retos de futuro que están llegando exigiría un número inasumible de médicos (motivados), en un país cuya dotación médica en relación a su población no está precisamente entre las más bajas de los países de la OCDE, pero cuyo desencuentro emocional con respecto a la AP es muy  profundo.


III


Estos dilemas existenciales no son exclusivos de nuestro país; otros muchos conocen (y créanme, con mucha más crudeza) los efectos nocivos que produce la carestía de médicos de atención primaria, enfermeras y otros profesionales. A diferencia de aquí, las soluciones que se proponen suelen estar encuadradas en marcos o modelos conceptuales y tienen más que ver con el pensamiento racional y las evidencias científicas, que con las presiones de los lobbies profesionales y las costumbres. Son, muchos de ellos, sistemas adaptativos que no han buscado la solución a los problemas en las formulaciones políticamente más sencillas y cortoplacistas, sino en planteamientos de fondo que tienen que ver con un cuestionamiento de los diseños y mapas competenciales tradicionales. Y que han puesto por delante de verdad y no solo retóricamente las necesidades asistenciales y a los pacientes y usuarios.

Avanzan, en general, hacia sistemas sociales-sanitarios integrados, menos jerarquizados y más en red. Sus regulaciones profesionales suelen ser de suelo, invitando a innovar a partir de unos mínimos legales, que de techo, como por aquí, limitando las capacidades creativas de los profesionales en aras de uniformidades y jerarquías formales e informales.
En EE.UU., en la década de los setenta, tenían un grave problema, muy similar al nuestro con los pediatras que acabo de referir: los médicos generalistas rehusaban establecer sus consultas en amplias zonas del país, especialmente en el Medio Oeste y la costa central del Pacífico, muy despobladas y con bajo nivel de renta, ya que eso se traducía en unos ingresos muy por debajo de la media de la profesión en las zonas más habitadas y ricas. La consecuencia era que había zonas del país en las que era necesario desplazarse 100 o 200 kilómetros para poder ser atendido en una consulta médica; y donde no era posible encontrar atención médica ante una urgencia vital.

La solución se llamó nurse practitioner, enfermeras experimentadas y con formación de posgrado adecuada para atender las necesidades médicas –sí, médicas– y de atención sanitaria de poblaciones o áreas enteras. Igual que en las zonas más septentrionales de los países nórdicos o Canadá, en las zonas mayoritariamente indígenas de Nueva Zelanda o en las zonas desérticas de Australia. Etcétera. No pasó nada malo y sí mucho bueno que se proyecta hasta nuestros días como algo ya asimilado como un extraordinario avance por todos los actores: reguladores, financiadores, aseguradores, directivos, profesionales y usuarios.

Y volviendo a nuestro ejemplo de los anestesistas, la falta de profesionales de la anestesia médicos en algunos ámbitos, como las fuerzas armadas, se solucionó creando la categoría de Nurse Anestethist, primero con un rol competencial subordinado –pero no como categoría subalterna–, luego como figura intercambiable con la del médico anestesista y, finalmente, pudiendo acceder a los puestos de anestesista-jefe.

Otro ejemplo: la insuficiencia de médicos de AP (GPs) en Inglaterra está llevando a los farmacéuticos comunitarios (los que atienden las oficinas de farmacia) a asumir tareas y funciones médicas. Mientras en España la farmacia comunitaria parece querer rivalizar con las enfermeras, proponiendo asumir parte de sus tareas, en Inglaterra (y últimamente también en Gales; y antes, en los Países Bajos) lo hace directamente con los médicos; cuando están certificados como prescriptores (o simplemente como non-dispensing, farmacéutico clínico u otras modalidades) no solo pueden prescribir, sino que pueden supervisar y modificar las recetas de los GP. Aparte de las quejas –por lo bajinis– del Royal College of General Practitioners o alguna sociedad científica, no ha pasado nada. Incluso ahora que se va a permitir a los farmacéuticos comunitarios que dispensen estatinas en dosis altas (previo diagnóstico autónomo) y pasen consulta médica ante determinadas condiciones o problemas de salud (un mayor nivel de exposición y análisis de esta tensión dialéctica entre médicos y farmacéuticos –y enfermeras– lo pueden encontrar en mi libro Atención Farmacéutica en España. Agentes, estrategias y políticas.)

IV


Hasta aquí hemos hablado de hacer de la necesidad virtud, algo que parece negarse a proponer la asamblea de presidentes cuando dice que la falta de médicos no puede justificar, ni siquiera de manera excepcional, su sustitución por otros profesionales sanitarios y que, además de ser ilegal, pondría en riesgo la seguridad de los pacientes.

Lo que más me alarma hoy: ¿en qué evidencias o pruebas se sustenta esta afirmación de que la asunción de funciones y tareas médicas por otros profesionales sanitarios pone en riesgo la seguridad de los pacientes? No me refiero a sustituciones hipotéticas o, más bien, quiméricas, puesto que los reguladores y las organizaciones sanitarias suelen ser bastante alérgicos a experimentos peligrosos; hablo de experiencias reales y evaluadas en materia de sustitución de tareas en AP, prescripción farmacéutica, triaje, diagnóstico primario y derivación en urgencias hospitalarias y de AP, asistencia en walk-in clinics, farmacias y otros dispositivos de atención ambulatoria directa para problemas médicos menores, seguimiento integral de pacientes pluricrónicos y frágiles en la comunidad y en dispositivos residenciales, seguimiento y atención integral de colectivos con condiciones crónicas y en situaciones de riesgo, realización de pruebas diagnósticas como colonoscopias o electromiografías, procedimientos como anestesias epidurales o implantación de dispositivos intrauterinos, terapias médicas convencionales como litotricias o plasmaféresis, además de las propias del ámbito de la salud mental, derivaciones y peticiones autónomas de pruebas y un largo, largo etcétera.

Es cierto que existe una amplia variabilidad y que es difícil realizar comparaciones concluyentes, pero no existe ningún indicio significativo de que estos programas pongan en riesgo la seguridad de los pacientes, ni la calidad asistencial, ni la valoración social de los mismos y de los agentes profesionales protagonistas (curiosamente, aunque se suelen rechazar desde ambas orillas con la etiqueta de economicistas, donde existe más controversia y dudas es precisamente en su capacidad real para reducir costes.)

Pero, yendo más allá de estas respuestas reactivas ante los problemas del día a día, como la falta de profesionales, también existen argumentos para poner en cuestión las rígidas fronteras competenciales existentes. El ecosistema profesional sanitario está evolucionando con visión estratégica ante los problemas y retos sanitarios de mañana, muy especialmente los derivados de la transición demográfica en los países más desarrollados.

Ya no son nuestros padres y madres: somos nosotros, las decenas de millones de baby-boomers europeos, quienes nos vamos incorporando a ese segmento de población medicalizada que padece enfermedades y condiciones que no entran dentro de los fundamentos del paradigma biomédico: nuestras dolencias y condiciones principales no pueden ser curadas, solo cuidadas,  atendidas o seguidas, con especial atención a las complicaciones derivadas de ellas, especialmente cuando se realiza un seguimiento a demanda, no proactivo. Y eso requiere un cambio de paradigma que, necesariamente, conllevará un desplazamiento del centro de gravedad profesional en los sistemas de salud. Como decía hace unos pocos años la revista The Economist, los pacientes crónicos no son ni lo que más les gusta ni lo que mejor se les da a los doctores. Habrá, pues, que ajustar lo ajustable para que mientras unos puedan ejercer hasta el límite de sus capacidades, otros puedan dedicarse a lo que realmente justifica un montón de años de currículo formativo: son desarrollos absolutamente complementarios que hace falta estar muy enceguecido para no verlos y alentarlos.

Empeñarse en defender como propia y exclusiva, como si a uno le fuera la vida en ello, hasta la más mínima competencia de toda la vida, sin entrar a analizar qué resulta lo más conveniente a día de hoy, supone una cortedad de miras alarmante; y empeñarse en seguir demandando de manera continua y permanente a políticos, ciudadanos y resto de los profesionales sanitarios un reconocimiento explícito e inequívoco de jerarquías, liderazgos y centralidades absolutas debe de resultar agotador: no creo que la satisfacción emocional que los más nostálgicos aún pudieran sentir compense este enorme esfuerzo y desgaste. Por no hablar de lo mucho que distrae...

En fin, pretender cerca ya de cubrirse el primer cuarto del siglo XXI que los cambios necesarios pueden realizarse sin modificar ni un ápice el dogma de lo que en la declaración se denomina «liderazgo clínico del médico» es ingenuo. Si asumir y explicar este liderazgo significa pretender que a día de hoy los médicos sean «los únicos responsables de la prevención, diagnóstico clínico, tratamiento, terapéutica y rehabilitación de los pacientes para la coordinación de la atención multidisciplinar», afirmando que «en todos los países europeos, los médicos son el eje central de la asistencia sanitaria», esto indica que las corporaciones profesionales médicas padecen un fuerte cuadro de ensimismamiento y que solo se reúnen con sus colegas de la Vieja Europa, reforzando mutuamente esta visión trasnochada, melancólica, de la Medicina: único actor sobre el escenario, declamando Hamlet (ser o no ser, ya saben), mientras en el backstage pululan un montón de oficios subordinados que sirven de apoyo: tramoyistas, carpinteros, técnicos de luces y sonido, figurinistas… Hoy en día, en los principales escenarios del mundo se han diluido las barreras entre autores, protagonistas, creadores y backstage: la función es el resultado de un todo coordinado en red con una dirección multicéntrica. Si acaso, en este tiempo de series televisivas, quien lleva la batuta no es ni el director ni los protagonistas: son los guionistas (¿los reguladores?).

Como todo liderazgo, el clínico depende de los contextos y no está asignado por ley divina, inamovible. Por ejemplo, quedan pocas dudas sobre el liderazgo (clínico) de la enfermera en un asunto tan crítico para la sostenibilidad del SNS como la atención domiciliaria a los pacientes crónicos en situación de fragilidad; así lo reconoce por ejemplo la Declaración de Mérida de las sociedades españolas de Medicina Interna y de Familia y Comunitaria.

V

Acabo: he dicho y escrito muchas veces que las competencias profesionales no “pertenecen” a nadie: sería presuponer que las profesiones se sitúan –siguen situándose, hubo un tiempo que sí– por encima de la sociedad y los reguladores públicos.

Las competencias son asignadas, dentro de la legislación en vigor en  en cada momento, al agente profesional que se entiende más indicado para ejercer de arrendatario (ya que no de propietario). Pero en sociedades burocratizadas y corporatistas como la nuestra, la elección del arrendatario no siempre se realiza a partir de criterios objetivos sino de equilibrios de poder y, de manera muy importante, por las costumbres (el o tempora, o mores de Cicerón: a estos tiempos, estas costumbres). Pero, ¿qué pasa si cambian los tiempos pero las costumbres se resisten a cambiar; o mejor dicho, pero algunos se resisten a que cambien y se adapten a los nuevos tiempos? Que deben ser las leyes democráticas las que establezcan las nuevas directrices que con el tiempo se convertirán en viejas costumbres.

Sucede que en España las leyes que necesitan consenso para su aprobación –por ejemplo, la de ordenación de las profesiones sanitarias– solo pueden conseguir dicho consenso si son muy eclécticas para que todo sea interpretable en sentido más laxo o restrictivo, según convenga a quien deba aplicarlas o interpretarlas en cada momento. Y los agentes se aferran, en función exclusivamente de sus intereses, al literal que más convenga, al término empleado que no aparece al hablar de las competencias del resto de los agentes (diagnóstico) o a la directiva europea cuyo desarrollo promete desbordar los estrechos cauces competenciales locales porque sí recoge esa-palabra-que-usted-me-niega. Con perdón por la crudeza, no van de estas chiquilladas, o no deberían de ir, los debates que necesita urgentemente nuestro sistema sanitario en materia de capital humano.

Una última reflexión, en este caso sobre los colegios profesionales como actores sociales. Creo que es verdaderamente preocupante la falta de cultura de think-tank que existe en el mundo corporativo español. En general, y perdonen de nuevo por la crudeza, creo que la cultura predominante en estos entornos colegiales no es la de buscar respuestas para las preguntas más importantes, sino la de buscar preguntas para las respuestas que más interesa que circulen.

Escribía hace poco el sociólogo Emilio Lamo de Espinosa que es necesario contraponer el pensamiento de think-tank, escuchando a la sociedad y en diálogo con ella, al de lobby, cuyas únicas referencias son internas y no hacen sino reforzar su pensamiento único, generando sus propias posverdades (algunas de las cuales asoman la patita en la Declaración que sirve de excusa para estas reflexiones).

Concluía Lamo que los centros de pensamiento al servicio del bien común y de la inteligencia creativa deberían ser, no ya interdisciplinarios, sino antidisciplinarios, porque las verdades son simplemente eso: verdades. Y si no son verdades pero se venden como tales no son hechos alternativos –como pretendía la administración Trump– sino posverdades. Y no dependen, o deberían depender, del color del cristal con que se miren. Por eso, a la cita con que abría este texto me remito.

Gracias por su paciencia (si es que la han tenido para llegar hasta aquí) y perdón si en algún momento he resultado demasiado crudo o hiriente. No era mi intención molestar, sino estimular el pensamiento crítico.




viernes, 20 de septiembre de 2019

Farmacia comunitaria, medicina y enfermería en el ecosistema profesional (completa)

En esta entrada fusiono las tres entregas en las que subdividí el texto para permitir una lectura menos exigente. Si prefiere leer la entrada entrega a entrega, estos son los enlaces:
Primera entrega (el marco sociológico): http://bit.ly/2lIghOE.
Segunda entrega (el marco político): http://bit.ly/2m9ocor.
Tercera entrega (el marco cultural): http://bit.ly/2mdBcJM.




I. EL MARCO SOCIOLÓGICO.

Aunque desde los años 70 del pasado siglo se venía resaltando la importancia del farmacéutico como proveedor de atención primaria –incluso se criticaba que parecía sentirse excesivamente cómodo en su rol pasivo, dado su innegable potencial como agente proactivo del sistema[1]–, cuando el movimiento de la Atención Farmacéutica (AF) empezó a intentar ampliar su rol pudo comprobar la enorme distancia que existía entre ellos y los líderes intelectuales de la profesión médica, sus organizaciones y los propios médicos.

Si bien la incorporación de los farmacéuticos a los hospitales y otros centros sanitarios, en un nítido rol clínico–facultativo, se desarrolló con bastante normalidad, los intentos de ampliar esta incorporación al ámbito de la atención primaria pasaban por integrar a las farmacias comunitarias; pero estas propuestas contaban con fuertes resistencias a ambos lados de la frontera profesional: ni los farmacéuticos se sentían motivados para entrar en los acuerdos de práctica colaborativa que desde las organizaciones sanitarias se le ofrecían, ni los médicos encontraban beneficios o utilidad, y sí riesgos e incomodidades, para cerrar estos acuerdos.

Existen diferentes modelos conceptuales que tratan de explicar el contexto y las dificultades y facilitadores para este (des)encuentro [2]. En España es más conocido el de la Universidad de Iowa, un esquema específico basado en una amplia literatura intersectorial sobre prácticas colaborativas, que fue denominado Collaborative Working Relationships–CRW (Relaciones de Trabajo Colaborativas–RTC) [3] [4]. Posteriormente, se generó y validó un instrumento de evaluación, el Physician–Pharmacist Collaboration Instrument–PPCI [5] [6] que fue ampliamente utilizado para testar situaciones locales. Estudios que, hasta donde he podido revisar, arrojaban sistemáticamente resultados muy similares, por lo general en miniestudios de carácter cualitativo sin demasiada representatividad estadística. [7]

Curiosamente, este esquema está inspirado de manera muy especial en la amplia literatura existente sobre las propuestas de prácticas colaborativas entre enfermeras y médicos en EE. UU., como los propios autores reconocen: «aunque la colaboración entre profesionales sanitarios es un concepto relativamente nuevo para la farmacia, la literatura enfermera contiene numerosos artículos sobre este tema».

¿Podemos encontrar algún nexo conceptual entre la evolución histórica de las relaciones entre médicos y enfermeras y la situación actual de las relaciones entre médicos y farmacéuticos comunitarios? Probablemente.

Desde un punto de vista sociológico, habría que remontarse al esquema de Elliot Freidson sobre ‘dominación’ o ‘poder’ profesional. Para Freidson, lo que distingue y diferencia a las profesiones no es, como se simplificaba desde el funcionalismo, un cuerpo de conocimientos o unos códigos morales de servicio propios y exclusivos (autonomía conceptual), sino su capacidad de control sobre el contenido técnico de su trabajo; es decir, su autonomía funcional. Destacaba Freidson, al referirse a la Enfermería, que para pasar de ocupación a profesión tuvo que aceptar ser definida como una parte subordinada de la división técnica del trabajo que rodea a la Medicina: «para obtener un estatus semiprofesional, pareciera que la enfermera ha tenido que convertirse en una parte dentro de la división paramédica del trabajo»; lo cual, señalaba el sociólogo de Boston, «dañó su posibilidad de un posterior estatus profesional.» [8]

Naturalmente, esta relación ha sido manipulada por quien tenía realmente el poder o capacidad de dominación: la profesión médica, que, como expresó otro sociólogo, Andrew Abbott, consiguió presentar el trabajo de las enfermeras como «una versión incompleta del suyo». Por eso, una vez atrapada en esta tela de araña utilitaria, cuando la enfermería quiso emanciparse de la autoridad médica tuvo que «encontrar algún área de trabajo sobre la que pudiera reivindicar y sostener la exclusividad, pero debe hacerlo en un ambiente en el que la tarea central es la curación y está controlada por la Medicina». Esta área de conocimiento, que va camino de convertirse en el nuevo paradigma de la atención médica –cada vez hay más personas que no pueden ser curadas de sus dolencias; solo pueden ser cuidadas–, fue la del Cuidado.

La historia reciente nos muestra cómo la profesión enfermera ha crecido de una manera muy importante y que buena parte de este crecimiento solo ha sido posible asaltando los muros de contención que separaban las competencias médicas y paramédicas. Derribándolos en muchas parcelas, con lo que hoy se denomina de manera natural –aunque con mucha diversidad; es lo que tienen las etiquetas– Enfermería de Práctica Avanzada: por ejemplo, siendo acreditadas para prescribir medicamentos; pero también, y sobre todo, ganando autonomía sobre sus propias tareas y funciones y dejando de depender jerárquicamente del médico, avanzando hacia un modelo de práctica colaborativa en equipos clínicos integrados.

Esto ha sido puesto en evidencia con la historia de las nurse practitioners (NP) en EE. UU. Se trata de un grupo ocupacional dentro de la enfermería de práctica avanzada que, junto con otros tres –clinical nurse specialistnurse anestethist y certified nurse midwife– obtuvieron un estatus legal que les permite trabajar autónomamente en campos competenciales muy extensos, algunos de los cuales estaban reservados a los médicos y hoy son, en buena manera, compartidos. La evolución del reconocimiento social, profesional y legal de los NP ha sido puesta como ejemplo frecuentemente desde la farmacia comunitaria; por ejemplo, por J.M. O'Brien, en 2003:  [9]
«La evolución de los NP y su posterior reconocimiento como proveedores de servicios de atención primaria es un excelente ejemplo de cómo los esfuerzos de una profesión sanitaria para rediseñar su práctica logran los cambios que persiguen. Varias estrategias fueron esenciales para este éxito de los NP: 
– Conseguir que se reconociera que la enfermería como profesión tenía potencial para expandir sus roles.
– Obtener y presentar pruebas del valor de la figura del NP.
– Establecer estándares para su formación y acreditación.
– Usar las organizaciones profesionales para capacitar a los profesionales individuales.
– Tener pasión y compromiso permanente con su causa y estar dispuestos a aceptar pequeños incrementos de las ganancias a lo largo del tiempo.
 Los NP tenían la visión de que podrían mejorar la prestación de servicios de atención primaria y trabajaron duro para demostrarlo. Esta visión convirtió los reveses en oportunidades y a los rivales, en defensores. Los logros de los NP fueron el resultado de una campaña orientada a la acción, organizada por una coalición y apoyado por las diversas capacidades de sus miembros. Las estrategias empleadas por los NP pueden representar un marco para los farmacéuticos.»
Como enfatizo, casi como un lema, en mi libro Farmacia Comunitaria en España. Agentes, estrategias y políticasno hay atajos en esta evolución, por mucho que se pretendan encontrar mediante prácticas de lobby.

Tenemos, pues, un ejemplo interesante: ocupación que para progresar al estatus de profesión se cuelga de la bata del padre y que cuando ha acumulado activos reta al padre para encontrar su propio hueco en el ecosistema profesional. Esto, que puede parecer una caricatura, probablemente sirva para resumir en pocas líneas lo que son dos procesos sucesivos enormemente complejos y con muy diferentes grados y rasgos entre los diferentes marcos políticos y culturales nacionales.

¿Podemos encontrar algún paralelismo con la relación entre Medicina y Farmacia comunitaria? No exactamente, porque Enfermería y Farmacia son profesiones muy diferentes, aunque sí extraer algunas enseñanzas virtuosas. La FC necesita/propone hoy colgarse de la bata del padre-médico para legitimarse como agente profesional delante de los ciudadanos/usuarios/pacientes, incluso de los reguladores profesionales.
Y es que la FC necesita la colaboración del médico para reforzar ante los usuarios y ciudadanos su rol profesional sanitario, frente a la imagen que proyecta de mero tendero en una industria macdonaldizada [10]. Solo de los propios médicos pueden venir la legitimidad realmente concedida por la ciudadanía y los usuarios. Pero ello no obliga, como parece que se propone a veces, diluir homeopáticamente su ámbito disciplinar –el medicamento– en otro más genérico –el sanitario–; a diferencia de las enfermeras, la farmacia no necesita buscar su nicho disciplinar, lo tiene y no puede estar más nítidamente definido.
He adaptado un mapa temático realizado a partir de una extensa revisión sistemática [11] dirigida a entender por qué resultaban tan complicados y frustrantes los esfuerzos realizados en el Reino Unido, dirigidos a conseguir una utilización más activa y extensa de los usuarios de la FC en los programas y conseguir un mayor reconocimiento del rol clínico de la FC. Este esquema es el siguiente:

Aparte del reconocimiento de los facilitadores y barreras, que juegan naturalmente un papel importante, uno de los aspectos fundamentales en el reconocimiento por parte del público es la imagen de superioridad técnica del médico frente al farmacéutico comunitario. De ahí la necesidad perentoria de la FC de conseguir que los médicos transmitan a sus pacientes una imagen más profesionalizada, capacitada y competente.

Sin embargo, como veremos en la segundo parte de esta entrada, el ecosistema profesional tiene más rasgos competitivos, que cooperativos o colaborativos. A fin de cuenta, es una lucha por obtener recursos escasos en un juego que desde el corporativismo –que como todos los ismos es obtuso y a menudo se perjudica a sí mismo– se asume como de suma cero: para que uno gane, otro debe perder.




II. EL MARCO POLÍTICO

Existen algunos problemas sobre los cuales parece haberse detenido el tiempo. Por ejemplo, un diagnóstico sociológico de hace ¡40 años! caracterizaba al sector de la farmacia comunitaria [FC] –entonces, ni siquiera se usaba esta denominación– de la siguiente manera: [12]
«Se habla de la baja productividad de las farmacias debido al descuento que se ven obligadas a hacer a la Seguridad Social. Sin embargo, la cacareada ‘baja productividad’ se debe a una mala organización de los propios farmacéuticos que han permitido un crecimiento de las farmacias desproporcionado para el monopolio restringido que poseen, y por no haber sabido desarrollar otros campos de aplicación profesional, permaneciendo en el sector de farmacias, como monopolio lucrativo que no requiere casi ningún esfuerzo personal.»
La expansión de la profesión farmacéutica en España descansaba en su monopolio empresarial (trabajo por cuenta propia), a diferencia de la enfermería, cuya enorme expansión entre finales de los 60 y finales de los 80 del pasado siglo se sustentó en un régimen de trabajo por cuenta ajena. El caso de los médicos es mixto, público-privado, pero lo cierto es que la dedicación complementaria a la práctica privada es mucho menos común entre los médicos de familia que entre sus colegas de otras especialidades, por ejemplo, los internistas.

Pero cuando las universidades empezaron a producir profesionales por encima de la capacidad de absorción del mercado (sea público o privado), dinámica agravada por las sucesivas crisis económicas, el binomio farmacéutico–empresario se quiebra. Ya se advertía unos veinte años después, desde el establishment de la FC, contra un escenario ciertamente distópico como consecuencia de la «cortedad de miras» de los gobiernos que trataban de coartar la autorregulación del sector empresarial de la farmacia, como argumenta este texto de 2002: [13]
«Las  administraciones  públicas, con cortedad de miras, no cesan de aumentar  el  minifundismo  farmacéutico  y  disminuir  los  márgenes profesionales, y tampoco cesan  de  intentar  convertir  a  los farmacéuticos de oficina en pseudofuncionarios gratuitos,  aplicándoles horarios, vacaciones, regímenes  de  incompatibilidades,  jubilaciones  obligadas,  nombramientos de adjuntos y sustitutos, poniendo obstáculos  a  la  libre  transmisión de  sus  oficinas,  convocando  concursos  para  el  establecimiento de nuevas farmacias, etc.»
Esta externalización de las causas del deterioro del negocio negando las propias responsabilidades, que necesariamente las habrá, es una constante en los órganos corporativos farmacéuticos, que a un observador externo a menudo le recuerdan más a una organización patronal que a corporaciones de derecho público o sociedades científicas.

Lo cierto es que tres lustros después de esa queja (2018), según las estadísticas oficiales (CGCOF) solo el 48% de los farmacéuticos comunitarios son propietarios, lo cual significa que hay en torno a 27.000 asalariados.

Pero parte del colectivo profesional –cierto que minoritaria– se encuentra en una posición aún más complicada. La crisis económica que comienza en 2008-2009 tuvo efectos devastadores en España sobre las profesiones sanitarias. Acostumbradas a niveles comparativamente bajos–muy bajos de desempleo, la situación cambió de manera relevante:

Elaboración propia sobre datos del SEPE [14]

En solo tres años, entre 2009 y 2012, el número de profesionales desempleados se triplicó entre los colectivos de enfermeras (4.000 a 12.000) y médicos (700 a 2.100); el de farmacéuticos aguantó mejor, sobre todo por su escasa dependencia del gasto público en personal –el 87% del empleo es creado por la FC–, pero aun así el número de desempleados aumentó a un ritmo promedio del 20% anual hasta 2013. Y por añadidura, la salida de la crisis resultó más rápida y consistente entre las enfermeras –que ya han vuelto a los niveles de empleo precrisis– que entre los farmacéuticos: si en cuatro años (2009-2013) el desempleo creció en un 80%, en los cinco años que van desde 2013 a 2018 solo se ha reducido en un 25%.

Es en este contexto tan material, y es muy difícil pensar en casualidad en vez de causalidad, que se produce la consolidación del grupo de presión de la FC (Foro AF–FC); la reducción de los márgenes, además de otras medidas (precios de referencia a la baja; medicamentos de dispensación hospitalaria; subastas; desincentivos de consumo como los copagos o exclusiones de medicamentos de la cobertura pública…) y, por tanto, de los ingresos medios, no solo se traduce en menores rentas para los farmacéuticos–empresarios, sino también en menor capacidad de crecimiento del sector y, por tanto, del empleo. Comienzan a surgir voces críticas dentro de los sectores más precarizados de la profesión, que cuestionan, por ejemplo, la transmisión vertical de las farmacias a la jubilación de los titulares o los baremos para el acceso a la FC y piden la extensión del modelo navarro de apertura de oficinas e incluso la desaparición del modelo mediterráneo, emblema de la farmacia comunitaria española.

Sin pretender profundizar mucho en el tema demográfico (puede ampliarse el análisis en esta entrada de hace unos pocos meses), el desempleo estructural en las tres profesiones sanitarias más importantes se sitúan en torno a 3.500 enfermeras, 2.300 farmacéuticos y 1.200 médicos; y existe un desempleo funcional [15], necesario, de 2.800 enfermeras, 400 farmacéuticos y 800 médicos. Un aumento de solo el 8,5% en el empleo asalariado (27.000, actualmente) de las oficinas de farmacia permitiría absorber todo el desempleo estructural [16] de la profesión (2.300), quedando el resto para la necesaria cobertura de vacantes temporales.

Aunque la FC es el sector empresarial con condiciones laborales más ventajosas –es decir, con costes laborales más altos–, un aumento de la capacidad de gasto de unos 125 millones de euros (ceteris paribus) valdría para absorber el paro actual y garantizar el pleno empleo. El objetivo del Foro AF–FC es que esta ampliación de la capacidad de empleo, y por tanto, de rentas, de la FC pueda financiarse vía Servicios Profesionales Farmacéuticos Asistenciales, optativos y retribuidos.

Pero estas pretensiones chocan dramáticamente con la realidad. Y naturalmente, también ahora se externalizan las culpas de que no se haya avanzado casi nada en el desarrollo de los servicios profesionales farmacéuticos asistenciales dentro del Sistema Nacional de Salud (algo más –poquito– es su periferia): la falta de avance no tiene nada que ver con una estrategia absolutamente errónea de @Portalfarma y @SEFAC_aldia, sino con la perfidia, la cobardía o la traición de las administraciones sanitarias autonómicas.

El problema, claro, está en el ceteris paribus. Por un lado, porque las propuestas de financiación adicional de las farmacias mediante la retribución por SPFA, como propone la AIReF por ejemplo, se orientan más bien a compensar parte de las pérdidas previsibles por la aplicación actual y futura de otras medidas, como subastas, descuentos o precios de referencia. [17]

Y por otro lado, la captación de recursos públicos adicionales para la farmacia asistencial se complica porque no es el único agente profesional que pugna por atraer la mayor parte de esa potencial ampliación del gasto público.

La estrategia del colectivo médico no pasa por una ampliación del sector privado, sino de las plantillas de los servicios públicos de salud; en concreto, de la atención primaria. La propuesta del Ministerio de Sanidad consiste en que para el año 2022 ningún médico de familia –ni enfermera– tengan un cupo superior a 1.500 asegurados. [18]

La Sociedad Española de Medicina Familiar y Comunitaria–semFYC cifra en 4.500 el número de médicos de familia necesarios, lo cual tendría un impacto presupuestario superior al que hemos visto al referirnos a la FC, en torno a los 200 millones de euros anuales (sin contar los costes derivados de la creación de las nuevas plazas de MIR necesarias). Solo absorber el desempleo estructural médico supondría unos 70 millones. [19]

El objetivo del Ministerio de Sanidad de 1.500 asegurados por enfermera de AP (ratio que actualmente es de 1.547) supondría aumentar un 3,1% las 29.430 plazas actuales (2017), o sea un incremento de unas 1.000 enfermeras de AP, con un coste aproximado de unos 40 millones de euros. Pero el coste de absorber el desempleo enfermero estructural –por no hablar de paliar los déficits crónicos en las ratios de las plantillas hospitalarias– sería muy superior, en torno a los 140 millones.
Por otro lado, y no abundaremos mucho en esto porque nos distraería de nuestro hilo argumental, el ámbito de la Atención Primaria juega a su vez su propio partido con la atención hospitalaria. El crecimiento del gasto en hospitales mantiene una tendencia, diríase que inexorable, a ir aumentando año a año su participación relativa en el gasto sanitario público total: 
Gráfico de J. Simó [20]

Lo cual, naturalmente, constituye un factor negativo para el crecimiento del presupuesto destinado a la atención primaria y comunitaria. Si las capacidades presupuestarias globales son reducidas y se destinan fundamentalmente a cubrir los gastos crecientes de la atención hospitalaria, las posibilidades de crecimiento de la APS se reducen de manera drástica: sin un crecimiento de la parte de la tarta del gasto sanitario global destinada a la APS no es posible prever un crecimiento de la parte de la tarta de la APS destinada a los SPFA (ni a casi cualquier otra cosa o agente).

Es cierto que el gasto en hospitales también es gasto en personal de hospitales y que este también crece a un ritmo muy superior al gasto en personal de AP. Pero la gran paradoja en este caso es que el crecimiento imparable del gasto en hospitales tiene un gran y fundamental vector: el gasto en farmacia hospitalaria. Entre 2011 y 2016, el gasto público en recetas disminuyó un 11%, mientras que el gasto en farmacia hospitalaria aumentó en un 45%. Y una vez superado lo peor de la crisis el gasto en recetas (2014-2018) aumentó un 10,7% y el gasto en farmacia hospitalaria, un 27,2%:
Elaboración propia sobre datos del Ministerio de Hacienda [21]

Parece lógico que los decisores del gasto público orienten sus decisiones hacia aquellas áreas donde puede demostrarse/esperarse un mejor retorno de la inversión, sea en términos de eficiencia, de resultados en salud o, idealmente, de ambos. En un entorno tan competitivo, ¿está la FC en condiciones de presentar un relato sobre su potencial aportación que sea capaz de captar la atención de los decisores frente al del resto de los competidores?

Porque no se trata (solo) de tener una estrategia como grupo de presión, sino sobre todo, como sector, como profesión; discurso hacia fuera, pero también hacia dentro; y hacen menos falta las correas de transmisión –que intentan manipular el debate, tratando de poner sobre el tablero las preguntas cuyas respuestas más interesan– que una mentalidad de think-tank –preparando respuestas para las preguntas que ya forman parte, y seguirán haciéndolo aunque no guste, del debate–.





III. EL MARCO CULTURAL.
Desde el Foro AF­–FC se impulsa un modelo de desarrollo de la farmacia asistencial basado en dos condiciones aparentemente innegociables: la voluntariedad para cada farmacia de adherirse o no a los programas que los servicios de salud propongan y la retribución de los servicios al margen del sistema de retribución ordinario de la dispensación de medicamentos y productos sanitarios en la oficina de farmacia («lo que no se paga, no se valora»).

Es importante destacar que existe una alta variabilidad entre diferentes países y sistemas sanitarios en cuanto a este «lo que no se paga, no se valora», variabilidad que no está documentado que afecte a los outputs y valoración de los programas de AF en cada sociedad. Por ejemplo, por lo que se refiere a la administración de inyectables, especialmente vacunación: mientras que en Canadá (menos Quebec, que no los autoriza), EE. UU., Inglaterra, Gales e Irlanda son servicios retribuidos, en Australia, Escocia, Nueva Zelanda o Portugal –en el país vecino hay actualmente en marcha un pilotaje para probar el sistema de pago–, aunque los farmacéuticos están autorizados para realizarla, no pueden recibir fondos públicos por el servicio. [22]

Además, según este estudio referenciado, hay tal diferencia en la cantidad con que se retribuye cada inyección dentro, incluso, de una misma nación (EE. UU., más de un 500%, entre los 4 $ de Arizona y los 21 de Dakota del Norte; o Canadá, casi un 300%, entre los 7,5 CAD de Ontario y los 20 de Alberta), que resulta evidente que la forma de cálculo de esta remuneración por servicio tiene más de negociación entre las partes, o de sistema simulado de financiación finalista, que de contabilidad analítica.

Y aquí entran las contradicciones relacionadas con la identidad dual del farmacéutico como profesional y como empresarioy de la farmacia como centro sanitario y como negocio. Podemos dedicar unos pocos párrafos a analizar este interesante objeto sociológico de estudio.

Si bien no se cuestiona el carácter y cualidad de profesional sanitario de los farmacéuticos clínicos y gestores, la creciente conversión de las oficinas de farmacias en tiendas multiproducto empaquetado –la macdonaldización de la farmacia, en exitosa expresión de Harding y Taylor [23]– pone en medio del debate poder conocer el alcance real interno de las propuestas del sector más profesionalista de la farmacia comunitaria. La pregunta de la certeza es si el farmacéutico titular de oficina, que es quien decide la participación de la empresa en cualquier programa de farmacia asistencial, es antes, y más, un empresario o un profesional, porque eso tiene que ver con sus valores y actitudes; y con saber si se plantea participar en los servicios profesionales farmacéuticos principalmente por un mero cálculo económico o por aportar valor a los servicios de salud y a la propia profesión farmacéutica.

El asunto de la profesionalización de los farmacéuticos comunitarios, muy presente en los desarrollos de otros países, es importante; tal vez más de lo que se piensa: pasar de retailers a proveedores de atención sanitaria, ese es un gran reto y un gran condicionante de la viabilidad de una mayor integración de las farmacias en las estructuras de atención primaria. [24]

Existe una amplia bibliografía internacional sobre procesos de desprofesionalización y reprofesionalización de los farmacéuticos comunitarios, bibliografía que ha sido recientemente recopilada, trabajada y analizada en una tesis doctoral de la Universidad de Brighton (Inglaterra, RU). [25]

El marco es más complejo de lo que parece, debido a que no solo el farmacéutico comunitario vive un conflicto de identidades, como empresario y como profesional, sino que también sus usuarios experimentan esta dualidad, dado que a veces son consumidores –y, como tales, buscan imponer su criterio/voluntad frente al vendedor– y a veces son solo pacientes que priorizan la atención, el consejo y la ayuda.
El análisis de este rol dual de los usuarios queda lejos de este documento. Pero por lo que respecta a los farmacéuticos, la tesis citada define tal dualidad en estos términos:
La función central que define a la farmacia como profesión es la vigilancia farmacéutica, alejándose de la concepción sociológica de su práctica como mera dispensación. Existe una división interna entre los farmacéuticos comunitarios y los farmacéuticos en otros entornos sanitarios, debido a las diferencias en sus prácticas, sus estrategias de reprofesionalización y sus relaciones con los médicos, lo que ayuda a explicar su falta de solidaridad ideológica profesional. Los farmacéuticos comunitarios no son reconocidos como profesionales de la salud por el público, sino como los típicos ‘farmacéuticos de barrio’ con imagen de comerciantes o tenderos [shopkeepers]. Los farmacéuticos interpretan el profesionalismo como una ideología más de control que de facilitación.
Continúa Altman:
[Estos] roles híbridos de los farmacéuticos comunitarios, como profesionales y como empresarios, afectan a su sentido del profesionalismo, ya que existen ambigüedades inherentes entre ambos roles. En un entorno minorista, existen incentivos comerciales para ofrecer productos de valor terapéutico limitado bajo la presión de poder cerrar ventas, la lógica comercial de ‘el cliente siempre tiene razón’ y la presión final de asegurar los resultados financieros. Los farmacéuticos comunitarios deben combinar todo esto con la prestación de servicios sanitarios, en los que se exige cuestionar las decisiones y estilos de vida de los clientes. Esto ha llevado a los farmacéuticos comunitarios a cuestionar que una farmacia comunitaria sea un lugar físico adecuado para dispensar ciertos servicios de salud y que la relación entre los usuarios y los farmacéuticos comunitarios sea comparable a la que tienen los pacientes con sus médicos de cabecera.
La relación entre pacientes, médicos de familia y farmacéuticos comunitarios ha sido definida, de manera muy gráfica: el paciente sería la oveja, que necesita ser conducida por el camino correcto; el médico, el pastor, quien prescribe los tratamientos y las conductas apropiadas que deberán seguir las ovejas (vigilando siempre a distancia); el farmacéutico comunitario, que actúa de manera mucho más implicada, como el perro pastor «que observa, monitoriza y controla la conducta de las ovejas». [26]

Esta visión de su rol subordinado, algoritmizado y programado actúa como freno a la implicación masiva de los farmacéuticos comunitarios como colectivo, razón por la cual la farmacia comunitaria será difícil que pueda realizar algún día la oferta global de implicación que sería definitiva a la hora de inclinar a los reguladores a avanzar decididamente hacia la implicación de las farmacias comunitarias en el corazón de los servicios de salud. Sistemas altamente descentralizados, como el inglés, donde los comisionados locales tienen amplias competencias para optar entre diversos proveedores, son mucho más flexibles e incentivadores de la implicación de los perros pastores –vía contratos de servicio– que los que se asemejan más al nuestro, claramente isomorfista (el castizo café para todos).

Estas diferentes escalas de valor que presenta la profesión es la que explica el modelo opt-in/opt-out. Sin embargo, esta solución ‘a la carta’ es desechable, dada la necesidad –y el propósito expresado– de garantizar la equidad en la prestación farmacéutica de todos los ciudadanos, independientemente de su lugar de residencia. Por ello, para resultar creíble la reivindicación de la farmacia comunitaria, desde las instituciones corporativas de la farmacia habría que poner sobre la mesa medidas reales y creíbles de profesionalización del conjunto del sector.

Y eso no es algo que se pueda hacer sobre la marcha, como tampoco lo es la modificación de las directrices docentes del grado en farmacia para incluir el estudio de los SPFA, como se acaba de consensuar dentro del Foro AF-FC [27], y posteriormente, de los planes de estudio de cada universidad. Como escribía recientemente la directora de Correo Farmacéutico, «los Servicios Profesionales Farmacéuticos Asistenciales necesitan un cuerpo doctrinal del que la universidad, a través de su formación e investigación, se tiene que encargar» [28]. En este camino de progreso, que probablemente no admite atajos, ya se ha constituido una Sección de Farmacia Asistencial, así como su correspondiente área de conocimiento en –¡cómo no!– la Universidad de Granada. [29]

Tampoco va a resultar una tarea fácil, menos aún rápida, conseguir que se produzcan las modificaciones legales (legislación sobre farmacia y medicamentos y sobre profesiones sanitarias) que permitan a la farmacia comunitaria pasar del actual modelo o paradigma de prestación farmacéutica a otro más avanzado de atención y servicios profesionales farmacéuticos.

En resumen, si lo que se persigue es establecer contratos (explícitos o implícitos) entre las farmacias y sus usuarios, dentro de las funciones legales de las oficinas de farmacia, nada podría oponerse. Tampoco cuando se efectúe un convenio con otras administraciones públicas (fundamentalmente, servicios sociales de las administraciones locales), ONG o fundaciones para servicios no cubiertos por las carteras de servicios básica y complementaria del Sistema Nacional de Salud (SNS) que no interfieran en las competencias de otras profesiones.

Pero cuando se trata de establecer convenios o conciertos entre servicios sanitarios públicos y empresas privadas, como son las oficinas de farmacia («colaboración público-privada»), sobre prestaciones que estén dentro de las carteras del SNS es necesario delimitar muy precisamente cuáles son –y dónde se localizan– los problemas no solucionables por las estructuras asistenciales y gestoras de los servicios sanitarios públicos, y que solo –o mejor– podrían serlo a través de las oficinas de farmacia.

Puede suceder, por ejemplo, en determinadas zonas rurales con mala accesibilidad a los dispositivos asistenciales públicos o en ciertas intervenciones de salud pública que resulten más efectivas o eficientes contando con las oficinas de farmacia y que no conlleven adopción de decisiones clínicas autónomas, aunque sin duda, como se reclama desde el sector, se trate de servicios cognitivos («servicios orientados al paciente y realizados por farmacéuticos que, mediante la exigencia de un conocimiento específico, tratan de mejorar el proceso de uso de los medicamentos o los resultados de la farmacoterapia»). [30]

En este caso, las oficinas de farmacia implicadas podrán optar libremente, como cualquier otra empresa, por colaborar o no con los servicios de salud y por negociar, en su caso, las condiciones económicas del convenio.

Pero si hablamos de actividades contenidas dentro de las establecidas en la legislación como de «colaboración en programas de salud pública» o seguimiento farmacoterapéutico, como avala por ejemplo la AIReF, entonces no tiene sentido un esquema ‘opt-in/opt-out’, mediante el cual se adhieran solo las oficinas de farmacia de la zona o comunidad a las que les interese, pero pueden permanecer al margen las no interesadas. Porque no se trataría de un derecho de las farmacias, sino de una obligación legal. Y si estos programas, además, se justifican e implementan pensando en el mejor beneficio de los ciudadanos, no de las oficinas de farmacia, este esquema voluntario introduce una gran inequidad territorial y un sesgo de variabilidad simplemente injustificables, al depender los beneficiarios potenciales de decisiones meramente utilitarias de los titulares de las farmacias. El acceso a una atención farmacéutica avanzada no puede depender del código postal.

Una última observación. Desde mi punto de vista, el lobby de la farmacia comunitaria, especialmente @SEFAC_aldia, está demasiado acelerado en busca de atajos; las reformas solo podrán ser realizadas en escenarios a medio y largo plazo, si se quiere que realmente se consideren desde el resto de los agentes sanitarios y de las administraciones públicas como un modelo integrador y no disgregador.

El reciente anuncio, por parte del Consejo General de colegios de farmacéuticos, de la apertura de un proceso de elaboración de un nuevo marco estratégico para la FC, con la colaboración de un comité de sabios, es un reconocimiento explícito de que media década después de la Declaración de Córdoba el balance no solo no presenta ningún avance significativo sino que es claramente negativo, tanto en lo que se refiere a la aportación de la FC al SNS, como a las propuestas colaborativas entre las profesiones sanitarias, y como a la cohesión y motivación de la propia profesión farmacéutica.


Notas.


[1] Bass M, The pharmacist as a provider of primary careCMAJ, 1975; Vol. 112, enero: 60-64 (https://www.ncbi.nlm.nih.gov/pmc/articles/PMC1955999/pdf/canmedaj01526-0062.pdf).

[2] Bardet J-D, Vo T-H, Bedouch P y Allenet B, Physicians and community pharmacists collaboration in primary care: A review of specific models. Res Social Adm Pharm, 2015; 11(5): 602-622 (DOI: 10.1016/j.sapharm.2014.12.003).

[3] McDonough RP y Doucette WR, Building working relationships with providers. JAPhA, 2003; 43(5 Supl. 1): 44-45 (DOI: 10.1331/154434503322612447).

[4] Brock KA y Doucette WR, Collaborative Working Relationships Between Pharmacists and Physicians: An Exploratory Study. JAPhA, 2004; 44(3):358-365 (DOI: 10.1331/154434504323063995)

[5] Zillich AJ, McDonough RP, Carter BL y Doucette WR, Influential characteristics of physician/pharmacist collaborative relationships. Annals of Pharmacotherapy, 2004; 38(5): 764-770 (DOI: 10.1345%2Faph.1D419).

[6] Zillich AJ, Doucette WR, Carter BL y Kreiter CD, Development and initial validation of an instrument to measure physician–pharmacist collaboration from the physician perspective. Value in Health, 2005; 8(1): 59-66 (DOI: 10.1111/j.1524-4733.2005.03093.x).

[7] Este esquema fue importado a España por el Grupo de Investigación Farmacéutica de la Universidad de Granada, quien también adaptó el instrumento de evaluación (Cuestionario sobre relación colaborativa Farmacéutico-Médico): Universidad de Granada – Consejo General de Colegios Oficiales de Farmacéuticos, Informe Nacional 2014-2016. Programa para la implantación y futura sostenibilidad del Servicio de seguimiento farmacoterapéutico en la farmacia Comunitaria española. CGCOF, Madrid, junio 2016 (https://www.micof.es/bd/archivos/archivo5217.pdf). Capítulo 4.

[8] Freidson E, La profesión médica. Un estudio de sociología del conocimiento aplicadoEdiciones Península, Barcelona (1978). Página 70.

[9] O’Brien JM, How nurse practitioners obtained provider status: Lessons for pharmacists. Am J Health Syst Pharm, 2003; 60(22):2301-2307 (DOI: 10.1093/ajhp/60.22.2301).

[10] Hindi AMK, Schafheutle EI y Jacobs S, Patient and public perspectives of community pharmacies in the United Kingdom: A systematic review. Health Expect, 2018; 21(2):409-428 (DOI: 10.1111%2Fhex.12639).


[11] Harding, G. and Taylor, K., The McDonaldisation of pharmacy. The Pharmaceutical Journal, 2000; 265: 602 (https://www.pharmaceutical-journal.com/the-mcdonaldisation-of-pharmacy/20003314.article).

[12] De Miguel JM, Análisis sociológico del sector farmacéutico en España. REIS, 1979; 5: 55-79 (http://www.reis.cis.es/REIS/PDF/REIS_005_06.pdf).

[13] Cordobés A, La evolución del concepto de atención farmacéutica y su repercusión en España. OFFARM, 2002; 21(5): 134-140 (https://www.elsevier.es/es-revista-offarm-4-pdf-13032232).

[14] Servicio Público de Empleo Estatal–SEPE, Información mensual/anual de mercado de trabajo de personas tituladas, 2019 (http://www.sepe.es/indiceTitulaciones/indiceTitulaciones.do?tipo=titulados&idioma=es).

[15] Simplificando mucho: stock de profesionales que no consigue empleo ni en las épocas de mayor oferta laboral (normalmente, verano).

[16] Stock de profesionales sin empleo (estable), necesario para reponer las vacantes estacionales.

[17] AIReF: Estudio. Medicamentos dispensados a través de receta médica, 2019 (http://www.airef.es/es/spending-review-estudio-2-medicamentos-dispensados-a-traves-de-receta-medica/).

[18] Marco Estratégico para la Atención Primaria y Comunitaria, BOE del 7 de mayo de 2019 (https://www.boe.es/diario_boe/txt.php?id=BOE-A-2019-6761).

[19] semFYC, Nota de prensa, 19 de mayo de 2017: La semFYC reclama un médico de familia más por cada 10.000 ciudadanos para garantizar la calidad de la atención sanitaria (https://www.semfyc.es/prensa/dia-de-la-medicina-de-familia/).

[20] Simó J, Sexto año en UCI de la APS española y epicrisis. Blog Salud dinero y atención primaria, 7 de julio de 2018 (http://saludineroap.blogspot.com/2018/07/sexto-ano-en-uci-de-la-aps-espanola-y.html).

[22] Houle SKD, Grindrod KA, Chatterley T y Tsuyuki RT, Publicly funded remuneration for the administration of injections by pharmacists: An international review. CPJ/RPD, 2013; 146(6): 353-364 (DOI: 10.1177/1715163513506369).

[23] Harding, G. and Taylor, K., The McDonaldisation of pharmacy. The Pharmaceutical Journal, 2000; 265: 602 (https://www.pharmaceutical-journal.com/the-mcdonaldisation-of-pharmacy/20003314.article).

[24] Mossialos E, Courtin E, Naci H et al, From “retailers” to health care providers: Transforming the role of community pharmacists in chronic disease management. Health Policy, 2015; 119: 628-639 (DOI: 10.1016/j.healthpol.2015.02.007).

[25] Altman IL, Pharmacists’ perceptions of the nature of pharmacy practice. Thesis submitted in partial fulfilment of the requirements of the University of Brighton for the degree of Doctor of Philosophy. Universidad de Brighton, 2017 (http://eprints.brighton.ac.uk/17157/1/Pharmacists%27%20perceptions%20of%20the%20nature%20of%20pharmacy%20practice%202017.pdf).

[26] Waring J y Latif A, Of Shepherds, Sheep and Sheepdogs? Governing the Adherent Self through Complementary and Competing ‘Pastorates’Sociology, 2017. First Published February 20, 2017 (DOI: 10.1177/0038038517690680).

[27] Foro de Atención Farmacéutica–Farmacia Comunitaria, Propuesta de contenidos específicos en Atención Farmacéutica. Ed. Consejo General de Colegios de Farmacéuticos, 2017 (http://static.correofarmaceutico.com/docs/2018/06/08/2017-jornada-atencion-farmaceutica-universidad-documento-propuesta-contenidos.pdf).

[28] Fernández, G, Un buen paso en SPFA. Correo Farmacéutico.com, 18 de junio de 2018 (http://www.correofarmaceutico.com/2018/06/18/opinion-participacion/cartas-al-director/un-buen-paso-en-spfa).

[29] Correo Farmacéutico, 12 de marzo de 2019: La Universidad de Granada crea la primera Sección de Farmacia Asistencial (https://www.correofarmaceutico.com/profesion/grado-y-posgrado/la-universidad-de-granada-crea-la-primera-seccion-de-farmacia-asistencial.html).

[30] Gastelurrutia MA, Fernández-Llimos F, Benrimoj SI et al, Barreras para la implantación de servicios cognitivos en la farmacia comunitaria española (2007). Atención Primaria, 39(9): 465-470 (DOI:https://doi.org/10.1157/13109494).