martes, 20 de agosto de 2013

Ley de colegios: ¿oportunidad perdida o paso adelante? (I)

El Consejo de Ministros del pasado 2 de agosto aprobó, tras darle más vueltas que un hámster a su rueda, el Anteproyecto de Ley de Servicios y Colegios Profesionales. Con agosticidad y alevosía, por lo cual el trámite de audiencia pública previo a su aprobación como proyecto (ya sin el ante) y consiguiente remisión al Congreso de los Diputados para su tramitación, finaliza el próximo 15 de septiembre. El anteproyecto suma 54 artículos, más 11 disposiciones adicionales, 6 transitorias y 16 finales, con un total de 56 páginas. ¿Demasiados deberes para el verano? Para algunos, sí.



En mi trabajo no siempre existe concordancia entre lo que te encargan y lo que en esos momentos centra tu interés, de hecho no sucede (casi) nunca. De ahí mi sorpresa cuando, mientras ojeaba el anteproyecto de marras (y esto es literal) recibí una llamada en la cual un pequeño grupo de pequeñas organizaciones profesionales me preguntaba si estaba en condiciones de aceptar el encargo de elaborar, con el carácter inevitablemente urgente requerido por las circunstancias, un informe detallado sobre la propuesta legislativa. Informe que acabo de entregar y que me ha permitido, no solo obtener una visión de conjunto del proyecto de ley, sino un conocimiento bastante detallado de sus entresijos (el informe está disponible en unas condiciones muy ventajosas para organizaciones, asociaciones o colegios a lo cuales les pudiera interesar acceder al mismo, ya que se optó por un esquema de mancomunamiento de costes y resultados; entrar aquí para ampliar información).

Evidentemente no un tocho semejante, pero he pensado que tal vez sí podría interesarles a los lectores de este blog obtener una visión general de la filosofía y el enfoque políticos que animaron a los redactores del anteproyecto, así como conocer algunos detalles probablemente importantes, aunque solo sea por el hecho de que la inmensa mayoría son profesionales sanitarios que pertenecen de mejor o peor grado a sus correspondientes colegios (y si no pertenecen, como veremos, lo harán). De todos modos, para no abrumar, he administrado el contenido en dos entradas, esta que publico hoy y la segunda, que publicaré el próximo jueves.
Una buena noticia y otra mala, para empezar, referidas ambas al procedimiento. La buena es que el Gobierno finalmente se animó a derogar la Ley 2/1974, de Colegios Profesionales, que, aunque modificada hasta en cuatro ocasiones, seguía plenamente en vigor. No siempre estuvo, o lo tuvo, tan claro, pero al final el Ministerio de Economía y Competitividad se decidió a hacer lo lógico: redactar una nueva ley y derogar por completo el residuo franquista. Sabia -y valiente- decisión que no ha gustado nada a algunos jerarcas a los que hace ya tiempo que se les ve el plumero.

Y la mala, que, como si tuviera mala conciencia, ha pretendido disfrazar la regulación de los colegios profesionales presentándola como una mera parte de un asunto mucho más extenso: los "servicios profesionales", que anteceden hasta en el título a lo que sería en sentido estricto la regulación de las corporaciones profesionales.

En realidad, después de la amplia batería legislativa y regulatoria liberalizadora de los servicios profesionales que impulsó el Gobierno de Rodríguez Zapatero [Ley 34/2006Ley 15/2007; Ley 2/2007Real Decreto 1837/2008Ley 17/2009; Ley 25/2009 y  Real Decreto 1000/2010], a lo que se añadiría el actual proyecto de ley de garantía de unidad de mercado ya remitido por el Gobierno el pasado 5 de julio al Congreso para su tramitación, maldita la falta que hacía legislar sobre servicios profesionales... excepto para aquello que tiene que ver precisamente con la colegiación, en cuanto que interferencia y/o limitación al acceso a las profesiones y al ejercicio profesional. Quiero pensar, para que no se pueda decir que me comporto (siempre, al menos) como un resentido que va ladrando su rencor por las esquinas, que el propósito del Gobierno, ya que no legislar ex novo sobre ningún aspecto relacionado con los servicios profesionales, era reunir en un solo texto legislativo la dispersa normativa sobre el tema. Aun así, esta puesta en escena tiene algo de impostado.
Entrando ya en los contenidos, lo más debatido del anteproyecto a nivel mediático, al menos en el sector sanitario, es que, como muchos temían y algunos anhelaban, se prevé sancionar legalmente la exigencia de colegiación obligatoria para un catálogo cerrado de profesiones o actividades profesionales, entre ellas (casi) todas las sanitarias. Exigencia que se haría extensible a los funcionarios y empleados de las administraciones sanitarias públicas, hasta ahora exentos en cuatro comunidades autónomas (aunque, de todos modos, el Tribunal Constitucional acababa de declarar inconstitucional la asunción unilateral de competencias en esta materia por parte de las CCAA de Andalucía, Asturias y Canarias).

Centrándome principalmente en las profesiones sanitarias, el anteproyecto supone una oportunidad frustrada de reformar los cometidos y funciones de los colegios profesionales, algo que no varía prácticamente con respecto a la normativa actualmente en vigor. Y es que resulta paradójico que se haya renunciado a lo único que, en puridad, justificaría la colegiación obligatoria: el autocontrol de las prácticas profesionales por parte de las propias corporaciones profesionales como competencia delegada por el Estado. Es evidente que esta delegación se entiende mucho mejor cuando se refiere a ordenar y controlar la práctica que se ha dado en llamar liberal (por cuenta propia) y en ese sentido las órdenes en Francia y las cámaras en Alemania ejercen una gran autoridad.

De ahí que, hablando ya de nuestro propio entorno, no sorprenda a nadie que abogados o arquitectos, incluso farmacéuticos, profesiones cuyo modelo de práctica hegemónico se desarrolla en el sector privado y a menudo en régimen de autoempleo o de pequeñas sociedades, estén obligados a pertenecer y rendir cuentas a un colegio profesional. Pero en el sector sanitario, donde el modelo de práctica predominante se desarrolla en el sector público, como trabajadores por cuenta ajena al servicio de grandes organizaciones, creo que los defensores de la colegiación obligatoria deberían realizar un esfuerzo adicional para explicar sus razones, que vaya claramente más allá de la vacua cháchara con la que parece que nos toman a todos por bobos. Razones que, sin duda, podrían ser sensatas partiendo de principios importantes como utilidad social, cohesión profesional, socialización en valores o economía de medios; pero que quedan escondidas detrás de la mala demagogia y el mucho morro. ¿No hay inteligencia  me consta que sí en ese pequeño mundo para que siempre tengan que salir los mismos impresentables a decir las mismas tonterías?

La colegiación obligatoria, con lo que conlleva de limitación selectiva al derecho constitucional de libre asociación, únicamente se puede justificar, más allá de lo puramente formal o burocrático, por la decisión de que las competencias de regulación, evaluación y control de las prácticas profesionales sean delegadas por el Estado a las organizaciones corporativas. Supone la asunción por parte de las estructuras políticas de una filosofía quizá ya un tanto demodé en esta sociedad de modernidad líquida y burocracias soft de estímulo de la autorregulación y el autocontrol profesional, filosofía asentada en un pretendido contrato social que cede estas competencias a los propios profesionales, exigiendo a cambio que sus organizaciones corporativas asuman por encima de sus propios intereses la defensa del bien común (estado, financiadores, sociedad, ciudadanos, usuarios y clientes...) como una exigencia de orden moral, deontológico.

En ese sentido, es evidente que para controlar las prácticas profesionales los controladores deben tener autoridad política y administrativa sobre los controlados: exactamente ahí, y únicamente ahí, nace la oportunidad y necesidad de someter a los profesionales a un régimen de pertenencia obligatoria a los colegios, entendidos, como ya he dicho, como órganos de autorregulación y autocontrol profesional.
Pues bien, el anteproyecto ni siquiera toca de refilón esta función como algo propio de las corporaciones profesionales. De hecho, el artículo 23 describe los "fines esenciales" de los colegios casi exactamente igual que lo hacía el texto en vigor de la Ley 2/1974:
Son fines esenciales de estas corporaciones la ordenación del ejercicio de las profesiones, la representación institucional exclusiva de las mismas cuando estén sujetas a colegiación obligatoria, la protección de los intereses de los consumidores y usuarios de los servicios de sus colegiados, y la defensa de los intereses profesionales de los colegiados.
Las únicas dos diferencias con la ley en vigor son un cambio de orden estético sin consecuencia jurídica alguna (los intereses de los consumidores, por delante de los de los profesionales, en la redacción actual) y la eliminación de la coletilla "todo ello sin perjuicio de la competencia de la Administración Pública por razón de la relación funcionarial", es decir, que los empleados públicos no recibirán ningún trato excepcional o diferenciado por el hecho de tener como patronal al propio Estado.

Y si analizamos las funciones de los colegios que recoge el artículo 34, más allá de una distinción (más que pertinente) entre las que se definen como "potestades públicas" y el resto (funciones típicas de cualquier asociación gremial), la única que se propone añadir a las actualmente reconocidas es la obligación de suministrar información a las administraciones públicas sobre los colegiados y el funcionamiento del colegio, es decir, una función subordinada, no autónoma; pasiva, no activa.

Alguien podría decir: "oigausté, la ley deja bien claro que nos corresponde 'la ordenación del ejercicio' de nuestra profesión", a lo que yo me limitaría a responder con un castizo e irritante: "¿y?". Como dice la canción de Mina: parole, parole, parole... son tanto parole... sin sustancia ni contenido mientras no se (me) demuestre lo contrario.

Personalmente, no creo que la autorregulación y el autocontrol per se aporten ningún valor o utilidad social superior a otros instrumentos o enfoques alternativos, al menos como regla general o principio universal. ¿Que solo el autocontrol garantiza la independencia del profesional, ya que uno se debe ante todo a quien le paga el sustento? Claro; por eso las élites corporativas se deben, ante todo, a quienes les dan su sustento: los gobiernos, que tienen en su mano la potestad de otorgar o denegar –"hoy te las doy, pero, ojo, igual mañana te las quito"- esas competencias (y por si existieran dudas al respecto, la imagen de las fuerzas vivas sanitarias pagando peaje a las puertas de La Moncloa de hace unas pocas semanas dice más que mil editoriales). ¿Que la regulación política o administrativa conduce irremisiblemente a la aparición de abusos, nepotismos, perversiones y corrupción? Claro; y la autorregulación también, se trate de colegios profesionales, federaciones deportivas, sociedades de gestión de derechos de autor, incluso poderes del estado como el judicial.

Pero existe un factor importante para que desde la sociedad se exija un plus de decencia y transparencia a los colegios profesionales: mientras que estos son corporaciones públicas, es decir, pseudo-administraciones públicas, en base a lo cual disfrutan de importantes privilegios administrativos, legales, políticos y fiscales, su funcionamiento interno se rige por el derecho privado ("corporaciones públicas de derecho privado"), lo cual significa por ejemplo que no tienen que seleccionar su personal siguiendo los principios de igualdad, mérito y capacidad ni utilizar concursos públicos transparentes, tasados y baremados para contratar suministros o servicios. Se supone que una cosa (los privilegios para hacer) debería conllevar la otra (las obligaciones de ser y parecer).

En definitiva, sin duda existen importantes utilidades sociales que preservar, y quizás incluso hasta potenciar, en la institución colegial. Pero sus líderes más conspicuos deberían ser capaces de realizar, desde la humildad y el respeto, un poco de pedagogía social, en vez de aparecer como patéticas vírgenes ultrajadas o vociferantes chulos de barrio según el papel poli-bueno-poli-malo que a cada cual le corresponda en el reparto–, ya que lo que  reclaman para sí mismas no son competencias o funciones propias que les pertenezcan por derecho natural y amenazan con serles arrebatadas, sino delegadas por el Estado para una mejor consecución de objetivos y fines sociales. Y ello exige desarrollar una verdadera conciencia institucional que debe situarse por encima de la de grupo o lobby y que solo puede descansar sobre la transparencia, la rendición de cuentas y el compromiso; es decir, lo que muchos llaman responsabilidad social corporativa, algo que hoy está a años luz de lo que producen y transmiten, con honrosas excepciones, las corporaciones profesionales.
Y aquí es donde encontramos la buena noticia: el anteproyecto introduce importantes exigencias de orden democrático, ético, financiero, administrativo y de control que, de ser aplicadas y controladas de verdad (o sea, todo lo contrario que ahora), darían la vuelta como a un calcetín a este opaco mundillo. Probablemente, la lectura de algunos artículos del anteproyecto estará actuando en estos momentos para algunos prebostes como la luz del sol para los vampiros: con letalidad manifiesta e irreversible... si es que  pensarán con una sonrisa de medio lado, aunque en el fondo no las tengan todas consigo al final lo recogido en el anteproyecto se llega: a) a aprobar; y b) a hacer cumplir (pero cumplir-cumplir).

En cuanto a lo de aprobar... bueno, seguiremos muy atentos a partir de ahora, con el borrador ya hecho público, a las diferencias de este texto con el que apruebe definitivamente el Gobierno, diferencias que nos mostrarían las vergüenzas de cada cual, empezando por el propio Gobierno. Y en cuanto a lo de hacer cumplir-cumplir...

Lo dejamos para pasado mañana.

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