Primera parte: Aurora se presenta.
Hola,
Juan. Te mando estas notas en respuesta a la solicitud de testimonios
de enfermeras que hiciste en tu blog; ya sé que pediste testimonios
cortos, pero empecé a escribir y no supe cómo acabar, al empezar
abrí una especie de caja de Pandora y simplemente seguí y seguí y
seguí escribiendo... hasta completar todas estas excesivas páginas.
Haz con ellas lo que mejor te parezca, para mí ha sido balsámico
escribir esta especie de autobiografía y
testimonio de toda una época.
Me
llamo Aurora. Nací en 1961
en una pequeña capital de provincia de la España de interior.
Familia de clase media de las de la época (o sea, mucho trabajo,
pocos caprichos), vivíamos exclusivamente de los ingresos de mi
padre, oficinista pluriempleado. Mi madre era ama de casa, aunque
antes de casarse opositó y saco una plaza de administrativo en la
Caja de Ahorros, trabajo que abandonó cuando se quedó embarazada de
mi hermana mayor.
Soy
la pequeña de tres hermanas. La mayor estudió hasta el bachillerato
elemental
(como la ESO de ahora, más o menos) y es funcionaria de Hacienda; la
del medio acabó su
bachillerato
superior
y ahora es, con 57 años, prejubilada de la Caja de Ahorros. Yo, que
siempre fui mejor estudiante que ellas, decidí con el apoyo de mis
padres estudiar una carrera universitaria. Corría el año 1979
y enfermería parecía
una elección óptima; acababa de ser convertida en titulación
universitaria, era una carrera corta, de tres años, y podía
estudiarla sin
abandonar mi
ciudad porque el hospital de la Seguridad Social, abierto apenas
cinco años antes, albergaba una estupenda Escuela de Enfermería.
¿Vocación?
No, rotundamente, no. Si
hubiera seguido mi vocación, habría estudiado alguna ingeniería
o Arquitectura, Económicas incluso, aunque en aquella época eran
aún pocas las mujeres que hacían carreras de grado superior, si
quitas Filosofía y Letras, Veterinaria
o Derecho... Pero no quería tener que marcharme de mi ciudad y las
únicas posibilidades entonces eran Enfermería o Magisterio y,
sinceramente, la docencia no era lo mío; quizás por la pésima
opinión que me formé de las mías propias, las maestras me parecían
personas adocenadas y aburridas y yo quería algo más de vida e
ilusión en mi futura vida
profesional.
Mirado
ahora con perspectiva, aunque cobarde –estaba
demasiado enmadrada,
lo reconozco–, no fue una
mala decisión. Me gusta la enfermería, me gusta ayudar a la gente,
me gusta estudiar y compartir y ahora que, ya ves tú, dedico algo de
mi tiempo a la docencia como
Profesora Asociada en el Departamento de Enfermería, he desarrollado
cariño por
los alumnos y respeto por
la ocupación. Y por la
palabra Maestro.
Como suelo decir, mi vocación
enfermera fue sobrevenida. Cuando oigo decir que lo más importante
para decidirse a estudiar Enfermería es hacerlo impulsado por una
fuerte vocación (más o menos, una llamada) no puedo menos que sonreír:
entre los cientos de enfermeras, especialmente entre las decenas con
las que he podido tener conversaciones más pausadas sobre la
profesión, diría que al menos dos tercios ingresaron en las escuelas fundamentalmente por razones bastante más pragmáticas. Quizás hoy,
con las pésimas perspectivas laborales de salida que aguardan a las
muchachas y muchachos que se animan a entrar en las flamantes
facultades, sea más cierto: hay que tener valor y decisión, impulsadas quizás por una gran ilusión. Pero no en mi época, de la que te hablo
enseguida.
[Próximo capítulo: "Ser enfermera en la España de los ochenta"
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