lunes, 13 de julio de 2015

Lectura de verano: historia de una enfermera (I)

Primera parte: Aurora se presenta.

Hola, Juan. Te mando estas notas en respuesta a la solicitud de testimonios de enfermeras que hiciste en tu blog; ya sé que pediste testimonios cortos, pero empecé a escribir y no supe cómo acabar, al empezar abrí una especie de caja de Pandora y simplemente seguí y seguí y seguí escribiendo... hasta completar todas estas excesivas páginas. Haz con ellas lo que mejor te parezca, para mí ha sido balsámico escribir esta especie de autobiografía y testimonio de toda una época.
Me llamo Aurora. Nací en 1961 en una pequeña capital de provincia de la España de interior. Familia de clase media de las de la época (o sea, mucho trabajo, pocos caprichos), vivíamos exclusivamente de los ingresos de mi padre, oficinista pluriempleado. Mi madre era ama de casa, aunque antes de casarse opositó y saco una plaza de administrativo en la Caja de Ahorros, trabajo que abandonó cuando se quedó embarazada de mi hermana mayor.
Soy la pequeña de tres hermanas. La mayor estudió hasta el bachillerato elemental (como la ESO de ahora, más o menos) y es funcionaria de Hacienda; la del medio acabó su bachillerato superior y ahora es, con 57 años, prejubilada de la Caja de Ahorros. Yo, que siempre fui mejor estudiante que ellas, decidí con el apoyo de mis padres estudiar una carrera universitaria. Corría el año 1979 y enfermería parecía una elección óptima; acababa de ser convertida en titulación universitaria, era una carrera corta, de tres años, y podía estudiarla sin abandonar mi ciudad porque el hospital de la Seguridad Social, abierto apenas cinco años antes, albergaba una estupenda Escuela de Enfermería.
¿Vocación? No, rotundamente, no. Si hubiera seguido mi vocación, habría estudiado alguna ingeniería o Arquitectura, Económicas incluso, aunque en aquella época eran aún pocas las mujeres que hacían carreras de grado superior, si quitas Filosofía y Letras, Veterinaria o Derecho... Pero no quería tener que marcharme de mi ciudad y las únicas posibilidades entonces eran Enfermería o Magisterio y, sinceramente, la docencia no era lo mío; quizás por la pésima opinión que me formé de las mías propias, las maestras me parecían personas adocenadas y aburridas y yo quería algo más de vida e ilusión en mi futura vida profesional.
Mirado ahora con perspectiva, aunque cobarde –estaba demasiado enmadrada, lo reconozco–, no fue una mala decisión. Me gusta la enfermería, me gusta ayudar a la gente, me gusta estudiar y compartir y ahora que, ya ves tú, dedico algo de mi tiempo a la docencia como Profesora Asociada en el Departamento de Enfermería, he desarrollado cariño por los alumnos y respeto por la ocupación. Y por la palabra Maestro.
Como suelo decir, mi vocación enfermera fue sobrevenida. Cuando oigo decir que lo más importante para decidirse a estudiar Enfermería es hacerlo impulsado por una fuerte vocación (más o menos, una llamada) no puedo menos que sonreír: entre los cientos de enfermeras, especialmente entre las decenas con las que he podido tener conversaciones más pausadas sobre la profesión, diría que al menos dos tercios ingresaron en las escuelas fundamentalmente por razones bastante más pragmáticas. Quizás hoy, con las pésimas perspectivas laborales de salida que aguardan a las muchachas y muchachos que se animan a entrar en las flamantes facultades, sea más cierto: hay que tener valor y decisión, impulsadas quizás por una gran ilusión. Pero no en mi época, de la que te hablo enseguida.



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