lunes, 13 de abril de 2015

El reto sanitario y financiero de los cuidados de larga duración (segunda parte)

[Esta es la segunda parte de una entrada cuya primera parte se publicó el pasado día 7 de abril. No obstante, puede leerse sin necesidad de leer aquella, especialmente si usted ya está concienciado y convencido de que enfrentamos un gran reto en la provisión y financiación de cuidados de larga duración.]



6. El reto sanitario al que hace referencia el título consiste en tratar de evitar que un porcentaje creciente de personas en la etapa de cronificación (‘pacientes a tiempo parcial’, por decirlo de una manera gráfica) pasen a engrosar las filas de los ‘pacientes a tiempo completo’, dependientes y/o institucionalizados, de la etapa final y que permanezcan tratados y cuidados en la comunidad o en dispositivos residenciales o de día. Y eso es muy difícil que con los actuales modelos organizativos y competenciales, especialmente en la Atención Primaria, pueda siquiera plantearse.


La asistencia médica a personas ancianas con pluripatologías crónicas implica muchas veces la participación activa de un número variado de médicos especialistas de diversas especialidades diferentes. Dado que no existe comunicación real entre ellos y que una historia clínica compartida o portable sigue siendo hasta el momento una quimera, cada especialista debe confiar exclusivamente en magros informes de alta y/o en la capacidad de los pacientes o sus familiares para documentar los diagnósticos y tratamientos que reciben de los demás médicos por cuyas consultas desfilan. Por ello, siempre se pensó que el médico de cabecera debería asumir un rol de coordinación de todos los recursos profesionales desplegados en cada caso. Pero sucede que el médico de AP tampoco dispone de canales de comunicación con los diferentes especialistas que pueden atender y tratar a su paciente y que él mismo depende también de la información que le suministre el propio paciente o su familia.

Sabemos que en general la competencia del paciente como suministrador de información (que muchas veces no recaba, otras no recibe y las más no entiende) es muy limitada e imperfecta y puede incluso llegar a inducir equivocaciones por parte del personal sanitario; lo más que podría llegar a saber muchas veces son los medicamentos que está tomando, pero la capacidad de actuación de su médico de cabecera en el caso, por ejemplo, de que detecte interacciones medicamentosas peligrosas es muy pequeña, ya que desconoce los diagnósticos / pronósticos detallados que aconsejaron a cada especialista recetar cada medicamento y no puede, por tanto, priorizar entre ellos. No digamos si además de preocuparse por la protección del paciente, se preocupara también por la racionalidad en el consumo de recursos, es decir en el gasto: aunque un médico de familia detectara que tres médicos diferentes (nefrólogo, cirujano cardiovascular y oftalmólogo, por ejemplo, en el caso de la diabetes avanzada) solicitan rutinariamente las mismas pruebas diagnósticas a un mismo paciente, difícilmente podría hacer nada para evitarlo (en el muy improbable caso de que lo intentara).

Si además tenemos en cuenta la saturación de los centros de AP, el escaso tiempo del que disponen los médicos de familia para prestar atención a cada paciente y su deficiente ‘cultura del desplazamiento’ a los hogares o a otros dispositivos asistenciales (por no abundar en que, como se ha escrito en alguna ocasión, "los pacientes crónicos no son ni los que más le gustan ni los que mejor se le dan al médico de primaria"), resulta evidente que el reto de los CLD no puede ser enfrentado tomando a los médicos de AP como referente profesional..

Probablemente, ni siquiera debería serlo. Un médico que tarda unos 11 años en formarse debería ocuparse de tareas para las cuales es indispensable haberse formado durante 11 años y de aquellas otras que inexcusablemente se relacionan y no son delegables. El resto es desperdicio de recursos.

Como desperdicio de recursos es asimismo disponer de personal de enfermería con formación universitaria de cuatro años (crecientemente, con una especialización de otros dos años) a la que se impide ejercer hasta el límite de sus competencias adquiridas mediante la formación básica y continuada, la experiencia autónoma y el aprendizaje interprofesional.


7. Existe ya un importante acervo de experiencias internacionales enfocadas a establecer una manera lo más coste-efectiva posible de responder a los retos de los CLD; muchas de ellas, quizás las más importantes, están teniendo lugar en países como Estados Unidos, donde las compañías aseguradoras (privadas, pero también públicas como CMS o la Administración de Veteranos) y los proveedores de servicios, mayoritariamente privados, con o sin ánimo de lucro, se ven ineludiblemente obligados a ser competitivos en sus respectivos mercados. Otras están teniendo lugar en Canadá, en la Europa anglonórdica y los Países Bajos o en el área del Pacífico. En los países de la Vieja Europa continental, incluida España, es mucho más difícil que se produzca este tipo de experiencias, ya que sólo pueden desarrollarse si disponen de un marco político, legal y social más abierto a la innovación y menos condicionado por la burocracia, la inercia y las oligarquías y culturas profesionales.

De estas experiencias hemos aprendido algunas cosas importantes, entre ellas que en cada una de las tres fases del envejecimiento que hemos descrito debería existir un referente asistencial con claro predominio en la toma de decisiones. Simplificando: el individuo en la primera etapa, la enfermera en la segunda y el médico  -desgraciadamente ya no hay punto de retorno-  en la tercera.

Yendo a lo que nos interesa, el único agente sanitario que puede asumir el reto de mantener en la comunidad a los pacientes con necesidades complejas, evitando que durante un período significativo se conviertan en pacientes dependientes institucionalizados, es la enfermera. Estos ‘pacientes a tiempo parcial’ tienen necesidades de todo tipo, entre ellas algunas de carácter puramente médico, pero la enfermera está más cualificada que el propio paciente para (ayudar a) decidir cuándo existen y cómo deben resolverse esas necesidades de atención médica, de ahí que el médico de familia debería asumir en estos programas un rol de consultor a demanda (deseablemente, mejor de la enfermera que del propio paciente). Y, por otro lado, está más que demostrado que una monitorización permanente de los individuos con factores de riesgo y patologías crónicas por parte de enfermeras “gestoras de cuidados” (un concepto avanzado de la “gestión de casos”) puede reducir consistentemente las necesidades puramente médicas de sus pacientes, descargando de una parte de la presión asistencial a los servicios sanitarios de proximidad.

Por otro lado, las enfermeras poseen un tesoro de un valor tan incalculable como mal reconocido, ya que a) la propia enfermería es incapaz de interiorizarlo como competencia, reivindicarlo como activo y darle valor de mercado; y b) todo el mundo, especialmente gestores y médicos, se aprovecha de él y luego trata de esconderlo bajo siete llaves para que sea invisible y tapar sus vergüenzasdado que son quienes mantienen los servicios  clínicos en funcionamiento 24hx365d, están acostumbradas a enfrentarse y (tratar de) solucionar todo tipo de marrones ocasionados por el azar o la necesidad, incluyendo aquí los ocasionados por las negligencias e indolencias de gestores, médicos y otra fauna variopinta. Son, por tanto, gestores y coordinadores muy experimentados y preparados, capaces de hacer virguerías con recursos, dotaciones y situaciones que distan mucho de ser las óptimas. Sin embargo, todo esto se da por descontado como la pulcra eficiencia de una gobernanta (Nightingale style) y no le asigna valor organizacional.

Pero precisamente por esta capacitación intensiva las enfermeras son muy buenos agentes en la coordinación de recursos asistenciales, un magnífico engranaje tanto interprofesional como del sistema con el paciente (y viceversa).


8. Para afrontar el reto de los CLD, los servicios de salud están adoptando y adaptando una herramienta procedente de otros ámbitos (policial en origen, tengo entendido) de muy difícil traducción (con sentido) al español, population health management, que consiste en identificar determinados grupos de población (primer nivel) y, dentro de ellos, individuos (segundo nivel) cuyo nivel de consumo de recursos sanitarios es claramente superior (outlier) del rango normal en su clúster. A partir de esta clasificación, se analizan los condicionantes sanitarios y extrasanitarios que explican la situación y se establecen planes coordinados por un “gestor de cuidados” para mejorar la situación.

Una condición, o requisito, esencial de esta metodología de trabajo en salud pública es desinstitucionalizar intensamente la atención primaria orientándola hacia una atención comunitaria, es decir, prestar la atención y los cuidados, siempre que sea posible y razonable, fuera de las paredes de los centros sanitarios, recintos reservados para la intervención clínica avanzada.

Dadas sus características culturales y políticas, pensar que en nuestra atención primaria vaya a desarrollarse esta herramienta en pocos años es una quimera, pero sí podríamos incorporar parte de su metodología, algo que me consta que ya se está haciendo esporádicamente: cada centro de AP debería desarrollar un programa específico de determinación de los niveles de riesgo de deterioro para cada paciente con patologías o condiciones crónicas, en nada invasivo o medicalizador, ya que estaría basado simplemente en una anamnesis específica cuando el individuo acude espontáneamente al centro de salud. Aquellas personas cuyo nivel de riesgo de institucionalización se estime significativo deberían entrar a formar parte de un Programa de Monitorización y Seguimiento proactivo y en la comunidad que no sólo atendiera, como sucede básicamente ahora, a las necesidades y demandas puramente asistenciales, sino que se extendiera a las necesidades de autocuidados, de refuerzo del entorno, de cuidados de enfermería y de apoyo social. Todo, evidentemente, muy enfermero, ya que este enfoque holístico está en el ADN de la profesión desde hace al menos medio siglo. Eso sí, convenientemente actualizado y dotado de herramientas científicas y técnicas del siglo XXI (una asignatura pendiente).

Por eso, la figura profesional más adecuada para encargarse del desarrollo de este programa es la enfermera comunitaria, figura escasamente desarrollada en España. Una figura inspiradora en sus rasgos arquetípicos podría ser la district nurse inglesa. Es cierto que esta ‘enfermera ideal’ no se corresponde con el perfil actual de la enfermera de cuidados generales, ya que necesitaría adiestramiento adicional en aspectos médicos, farmacológicos, tecnologías de modificación de conductas y de información y comunicación, nutrición, control del dolor... sino con lo que en otros entornos se viene etiquetando como enfermera de práctica avanzada [EPA]. Que esa formación adicional la recibiera vía formación de posgrado (máster) o vía especialización (EIR) es indiferente en estos momentos (se dan las dos vías en la mayoría de los países con EPA), aunque crucial en términos técnico-docentes para definir los correspondientes itinerarios formativos.

El resto de los recursos profesionales (médicos de familia, médicos especialistas, trabajadoras sociales, terapeutas...) actuarían a modo de consultores a quienes los gestores de cuidados referirían los pacientes (excepto naturalmente en el caso de las actividades asistenciales pautadas). Por otro lado, estas enfermeras coordinarían las actividades con los cuidadores informales y el resto de recursos asistenciales, de manera que todos los esfuerzos trabajaran de manera coordinada en una misma dirección. Para ello resultaría necesario que trabajaran en base a objetivos centrados en el paciente, como acertadamente sintetiza un reciente artículo de Reuben y Tinetti. Estos objetivos deberían ser pactados, exigentes aunque realistas, respetuosos con la autonomía del paciente y establecidos tomando en cuenta sus preferencias y escalas de valor; también ser objetivables y de seguimiento periódico y servir de base para el establecimiento de sistemas de incentivos para los profesionales al cargo y para los equipos asistenciales.

Este enfoque tiene varias ventajas: en primer lugar, centra la discusión en la descripción que hace el propio paciente sobre lo que percibe como estado de salud deseable, por lo que se facilita la negociación con él acerca de las acciones a tomar, algo muy importante por lo que respecta a los autocuidados, a la promoción de estilos de vida saludables y a la adherencia a los tratamientos; en segundo lugar, simplifica la toma de decisiones de todos los profesionales y equipos implicados, ya que permiten alinear los diferentes tratamientos en torno a objetivos comunes ‘transversales’; y, finalmente, permite determinar y programar los pasos a tomar para conseguir los objetivos y monitorizar los progresos.

Es evidente que existen fuertes barreras políticas y culturales para que nuestra AP avance con esa orientación, pero el hartazgo de muchos médicos por dedicar su tiempo a tareas que no exigen los 11 años de su vida dedicados a formarse, el creciente descrédito que como opción laboral tiene la especialidad y la sostenida pérdida de peso en la asignación de recursos de primaria, en beneficio de la medicina hospitalaria, junto con la presión del reto al que hemos dedicado esta larga entrada, llevará algún día a que desde las sociedades científico-profesionales del sector se tome en serio la necesidad de cambiar el paradigma de los años ochenta.

Lo que queda por conocer, finalmente, y en esto también soy escéptico, es si tenemos una enfermería motivada hacia el trabajo comunitario, capaz de abandonar su zona de confort  -en expresión muy de moda- física, psicológica y sociológica y reivindicar de manera bien documentada lo que de boquilla y sin mayor demostración teórica y empírica reclama: un protagonismo innegable en la atención primaria y comunitaria. Claro que ello exigiría en primer lugar inteligencia colectiva, liderazgo y una visión estratégica, tres cosas de las que hoy carece por completo.


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